22 de diciembre de 2015

Primeras vacaciones


Parte 2
Por Fabiola Martínez

Mi curso de regularización fue breve porque el profesor se tomó el tiempo para conversar conmigo y explicarme la importancia de aprobar su asignatura. Caminando al aire libre fue sencillo hablar del error al asignarme universidad y mi proceso de cambio de carrera, afortunadamente todo se resolvió con bien para mí.

Entre desayuno y comida hubo tiempo suficiente para compartir, sobre todo con Diana, Alina y Sayonara. Tengo presente la ocasión en que a todas se nos antojó comer galletas rellenas de crema y salimos a la tienda más cercana sin tener éxito, así que nos consolamos comprando caramelos.

Con frecuencia yo iba a la habitación de las cubanas y las veía bailar salsa, o casino, como se le dice en Cuba a ese ritmo. A todo ese grupo le encantaba la música de Oscar de León, pero antes de ponerla me explicaron que, de cierta manera, lo que estaban haciendo era incorrecto, pues en la Isla estaba prohibido escuchar a Oscar de León.

-Si está prohibido entonces, ¿cómo lo conocen?
-Porque él fue a Cuba y causó tremenda sensación, a todos los cubanos nos gustaba, pero luego se supo que fue contratado por Pinochet para tocar en su cumpleaños.
-¿Y eso qué?, sí, Pinochet es un dictador pero el hombre es un artista. No entiendo.
-Pues a Fidel no le gustó, salió a dar un discurso y lo criticó, prácticamente dijo que era un traidor y declaró que a partir de ese momento quedaba prohibido tocar su música en la radio.
-Pero en sus casas ustedes pueden…
-Eso se ve mal, sobre todo si eres miembro de la “Juventud” o del Partido Comunista.

A esa lista de prohibidos entraba Julio Iglesias, por la misma razón que Oscar de León; Celia Cruz también estaba prohibida. En tanto mis dos neuronas asimilaban la situación, las chicas aprovecharon para reiterarme que ninguno de ellos podía establecer relaciones cercanas o estrechas con personas de países capitalistas.
-Y entonces… ¿“X” tiene problemas por andar conmigo?
-Bueno chica, la situación con México es diferente, Fidel salió de tu país en el Granma para hacer que la Revolución triunfara… -Y así comencé a conocer la historia oficial de esa Revolución.

Una noche después de cenar, los cubanos de la sección varonil organizaron una “fiesta”, que en su entender consistía en tomar cerveza al tiempo, fumar, escuchar música y, eventualmente, bailar, al mismo tiempo que gritaban desenfrenadamente cada vez que colocaban una ficha de dominó sobre la mesa.

Ese ambiente no era de mi agrado, los gritos y “guaperías” que tanto caracterizaban a los cubanos me alteraba, también me alteraba fungir como “novia”. En mi interior me reprochaba por haber aceptado una relación sin estar convencida, más bien motivada por la indagación.

De repente me pregunté, -¿qué hago aquí pudiendo estar echada en la cama leyendo un libro o conversando con Sayo o haciendo cualquier otra cosa?-, así que decidí a dejar el lugar y me despedí.

Los cubanos mayores, que eran de otro instituto comenzaron a fastidiar a “X” con recursos lingüísticos que cuestionaban su hombría. Mientras más los escuchaba más se fortalecía mi decisión de abandonar la “fiesta”. A “X” sus compatriotas lo pusieron en jaque y se vio obligado a pedir que me quedara… Me negué, entonces insistió en acompañarme y yo me dije, -¿perdió la razón?, si sólo cruzaré el patio y aquí es un lugar muy seguro.

La suma de circunstancias me puso de mal humor y fui muy cortante con “X”, quien me siguió hasta la salida y me detuvo, estaba molesto, luego me preguntó,
-¿Por qué me haces quedar mal con esa gente?
-A mí ellos no me importan, no me gusta y me voy.

Ese fue el fin de nuestra corta historia de amor de tres o cuatro días. Tardé un poco en comprender que el machismo en Cuba era asumido y practicado de una manera diferente y más cruda que en México, pues pronto supe, por ejemplo, que la homofobia no sólo era bien vista sino fomentada por el mismísimo Comandante en Jefe.

En el albergue de invierno había un teatro, de hecho prácticamente en todas las escuelas había uno. Todos los años los profesores organizaban un festival cultural y trabajaban con los estudiantes porque todos debíamos presentar un número relacionado con la cultura de nuestro país.

Se organizó una buena variedad de números, sobre todo de África. Debido a que de América Latina sólo estábamos los cubanos de la Podfak, Sayonara y yo, los maestros decidieron juntarnos a todos para cantar como cubanos y ensayamos un arreglo bilingüe de la emblemática canción chilena “El pueblo unido jamás será vencido”.
En el teatro de la casa de descanso de Jarkov cantando "El pueblo unido".

Primero, la solución de los maestros me extrañó, la canción no necesariamente nos representaba, por lo menos a mí no, pero después me divertí con ello porque, al final, ¿qué significa ser latinoamericano?, ahí inicié una camino hacia el desentrañamiento de ello. A partir de entonces y para el resto de mi vida, esa vivencia inició el proceso de formación de mi verdadera identidad latinoamericana, de la cual me siento particularmente orgullosa.

Pd. A todos los que este 25 de diciembre de 2015 celebran Navidad, envío un abrazo lleno de esperanza. También les comparto mi gratitud por estar colmada de bendiciones y por reencontrarme con una persona especial con la que compartí andanzas en la ex URSS.


15 de diciembre de 2015

Primeras vacaciones

Parte 1

Una mañana de enero llegó un autobús a la residencia de la Podfak. Quienes escogimos la casa de descanso para pasar las vacaciones de invierno estábamos listos en la sala de espera. Abordamos el vehículo y llegamos a nuestro destino como en una hora y media, tal vez en menos tiempo.

El lugar me pareció genial, se dividía en la sección para mujeres y para hombres, que eran mayoría. Por cada grupo de habitaciones había una estancia con televisor; las duchas estaban en otra sección. Las partes que componían la casa de descanso tenían jardines, que en condiciones de invierno no estaban esplendorosos pero se veían cuidados.

Yo compartí habitación con Sayonara, de Ecuador, muy cerca estaba Alina y Diana, que iluminaba el pabellón con su luminosa y alegre sonrisa. En el centro de todo estaba el comedor general y el sitio estaba cercado por una barda y una gran puerta. También teníamos una sección amplia de bosque que finalizaba en un pequeño lago. El paisaje era prometedor.

Recuerdo esas vacaciones como algo maravilloso, aunque mis asuntos, como los de otros alumnos no eran perfectos. En ese lapso debí asistir a clases de matemáticas para poder aprobar física, y también tuve algunos asuntos que resolver con el ya famoso “X”, ¿lo recuerdan?

La primera maravilla fue llegar al comedor y encontrar un hermoso “samovar” listo para darnos la bienvenida con té negro calientito; había también unas mesas tipo bufet llenas de comida deliciosa. Todos llegamos a “atascarnos” de comida pues había “varenie” (варенье) para acompañar el chai, pan blanco de todo tipo y también pan negro, además de mantequilla, pelmenie, borsh, kolvasa, piroshki y tantas delicias más.

Con tanta comida pensé que era justo y necesario permitirme alimentarme de manera espléndida y eso hice. Claro que al segundo día tuve la impresión de que me estaban “cebando” para la navidad ortodoxa.

Todos felices saliendo del comedor, hace treinta años. 
La estancia tenía esquís y un amplio campo para ejercitarnos. Todos los latinos nos juntamos y corrimos al lugar indicado para tomar nuestros respectivos esquís. Fue la tarde más deliciosa en muchos, muchos meses. Creo que un cubano rompió enseguida un par de esos patines largos, otro latino más chocó con un árbol y desbarató su equipo.

Curiosamente a mí me fue sencillo adaptarme al ritmo que requería mi paseo con esquís, iba y venía a lo largo del camino con toda soltura, ¡rayos!, ¡cuánta alegría siento incluso al recordarlo!

Por primera vez los estudiantes de la podfak, sobre todo los latinos, estábamos integrados conviviendo. Una de las mejores partes de esas vacaciones fue conocer mejor a Alina y Diana, una tarde me acerqué a su habitación y las encontré leyendo libros de García Márquez que después me prestaron, tenían como música de fondo un clásico de Joan Manuel Serrat llamado “Poema de amor”, pudimos conversar sobre nuestro gusto por aquel catalán y cantar a todo pulmón ese disco tan clásico que también incluía “Balada de otoño”, una canción tan entrañable para mí por el recuerdo de mi hermano Adolfo.


Las charlas con las chicas, llenas de ganas de saber todo y comerme el mundo, me ayudaron a entender un sinfín de cosas sobre los cubanos que llegaron a la Podfak. 

2 de diciembre de 2015

Víspera de vacaciones de invierno

Por Fabiola Martínez

La discreción es una cualidad que pocos aprendemos a ejercer. En lugares donde la única familia cercana que tienes son tus compañeros de clase, de habitación y de residencia, es fácil caer en la tentación de contar todos y cada uno de los pasos que daremos... En ese aspecto Martha era excepcional, fue sigilosa en la organización de su proyecto vacacional.

Antes de terminar los exámenes de fin de semestre, donde por cierto reprobé física y aprobé el resto de las asignaturas, Martha me comunicó que visitaría México durante las vacaciones de invierno. Ella, como yo y como la mayoría de estudiantes de la ex URSS, sucumbió a las enormes encantos que brindaba el mercado negro para cambiar dólares por rublos y comprar un pasaje de ida y vuelta a nuestro país.

-Quiero estar con mi familia, creo que algunos familiares no sobrevivieron al terremoto-, me dijo Martha.
-¡Qué envidia!, escribiré cartas y enviaré algunos obsequios para mi familia, ¿tendrás tiempo de dárselos?
-¡Claro que sí!, además me pondré de acuerdo con Víctor...
-¿Sobre qué?
-También tramitó su beca para este país y hará hasta lo imposible por reunirse conmigo.
-¡Felicidades!, tampoco lo sabía...
-Es que, no me gusta hablar de temas muy personales, pero ya es un hecho.
-Yo tomaré la opción que nos ofrece la Podfak y me iré a la casa de descanso, en verdad me hace falta dormir, olvidarme de las presiones de la escuela.

Con mucha alegría participé de los preparativos para el viaje de Martha, sentía que al ir ella se iba un pedazo de mí, alguien contaría a mi angustiada y triste madre que estaba bien. Su partida fue rápida. Yo me quedé sola en la habitación, Lila y Natasha se fueron a sus casas también, muchos estudiantes viajaron a Alemania, Italia y un sin fin de países de la Europa occidental. El "bendito" mercado negro brindaba a muchos la posibilidad de conocer Europa a bajo costo.

Yo no era osada, tenía pocos dólares y no me sentía con la confianza personal de emprender tales hazañas, sólo quería descansar, respirar y reflexionar sobre el nuevo rumbo de mi vida. Para todos los estudiantes de la Podfak, la universidad contaba con una casa de descanso que incluía comida y dormitorio, sin costo extra. Muchos de la Podfak iríamos, pero antes tuvimos días de descanso. En ese tiempo tuve mayor acercamiento con el grupo de cubanos y me dejé cortejar por uno de los chicos.

"X", era un muchacho agradable y me hacía sentir especial con su cortejo, comparado conmigo era muy alto y delgado, pero bueno, me dije yo, es sólo un novio, no será mi marido. En ese tiempo mis compañeros cubanos recibían la visita de un grupo de compatriotas de otro instituto que también irían a la casa de descanso.

Yo pensaba que, al ser latinoamericanos, cubanos y mexicanos tendríamos nociones similares del noviazgo escolar, pero me equivoqué. Al día siguiente de dar el "sí" a "X", llegó a visitarme a mi habitación y a preguntarme cuándo le escribiría a esa "gente".

-¿Esa gente?, ¿cuál gente?
-A mis padres y hermanos, ayer me llamaron por teléfono y les conté de mi novia mexicana. Quieren que les escribas y les mandemos fotos. Ya les dije que nos casaríamos y que viviríamos medio año en México y medio año en Cuba.
-Pero... ¡si apenas te conozco!, ¡y no me quiero casar con nadie!- Sobra decir que me indigné, no tenía forma de comprender que era un estilo diferente de relaciones personales.

La hormona es hormona y bueno, seguimos dándonos besitos y continuamos compartiendo algunos momentos con sus compañeros del otro instituto, que también venían a mi residencia en busca de "carne fresca", ¡juventud divino tesoro!

Mi ánimo era bueno, me ejercitaba en compañía de una amiga querida ecuatoriana llamada Sayonara, salía a caminar y también usé el tiempo para organizar mi desorden de ropa, por primera vez gocé la habitación sólo para mí.

Aunque ya no comía pasteles de chocolate, no podía dejar de comer unos caramelos con chocolate, creo se llamaban o les decían "batonchick". Decidí arriesgarme a caminar hacia el interior de otras residencias y tomarme el tiempo para comprar en una tienda parecida a una cabaña que me gustaba mucho por su ambiente.

¿Por qué digo riesgo?, porque el día anterior la temperatura había subido a un grado e hizo que la nieve se convirtiera en hielo, el día que hoy rememoro, amaneció con mucho frío y un fuerte viento. Con determinación me puse mi pesado abrigo y caminé hacia la tienda. El viento soplaba muy fuerte, tanto, que una cuadra antes de llegar a ella, el viento me empujó tan fuerte, que no podía detenerme, pues el piso era una pista de hielo y mis zapatos no lograban sostenerme, gracias a Dios el abrigo me sostenía en la tierra.

Justo ahora que describo este episodio, aún sonrío, casi media cuadra fui... ¿como decirlo?, fui arrastrada sobre la banqueta hasta que encontré un poste al cual sostenerme, un poste que para mi fortuna estaba cerca de la entrada que buscaba.

Me detuve para observar lo que sucedía, me percaté que el viento fuerte no era constante, sino que tenía rachas, tracé un plan de regreso, que consistía en dirigirme hacia lugares donde, a pesar del hielo y del viento, podría ser empujada a un sitio para sostenerme y esperar a ser nuevamente empujada, hasta llegar a mi residencia.

Llegando a mi habitación me esperaba "X", me preguntó santo y seña de dónde estaba y le contesté molesta que no le debía explicaciones, él me comentó que en su país, los noviazgos eran así. Ya fuera verdad o mentira, mi dosis de besitos se acercaba a su final, simplemente porque no comprendía el entendimiento que "X" tenía del noviazgo y porque, viniendo yo de un país autodenominado machista, ninguno de mis galanes me había tratado así. Me di cuenta que en asuntos de machismo, México no es el que más tiene, ni el peor, lo que sí tenemos es que somos los que más nos creemos las etiquetas que nos cuelgan y nos colgamos. Así de baja está la autoestima de nuestro entendimiento de lo que implica ser mexicano.

Me despido el día de hoy ofreciendo disculpas por no publicar el día de ayer, como habitualmente lo hago. Algunos asuntos personales requirieron de mi tiempo y dedicación, aquí adjunto una liga o link, me gustaría compartirles una situación que estoy viviendo, un atropello a mis derechos constitucionales y, sobre todo a mi trabajo. ¡Bonito día!
http://contralinea.com.mx/archivo-revista/index.php/2015/12/02/fernandez-editores-con-mas-de-30-conflictos-por-fraude/

24 de noviembre de 2015

Primera navidad fuera de casa

Por Fabiola Martínez

Me enteré que en la URSS no se celebraba navidad una semana antes del 24 y 25 de diciembre de 1985. Todos los latinos estábamos algo desanimados pues, como quiera que sea, esas fechas suelen ser de alegría, festejos y comilonas. Me enteré, también, que la única fecha a celebrar era el fin de año, y que sólo se nos daba de descanso medio día del 31 de diciembre y el primero de enero.

Muchos latinos, sobre todo los dominicanos y colombianos, no se resignaron al hecho y organizaron su propia versión de celebración navideña. El 24 de diciembre cocinaron lo que pudieron, bebieron cerveza y bailaron hasta el agotamiento. Al día siguiente la mitad de ellos fue a clases y la otra mitad se quedó a dormir y a recuperarse de la "cruda" (resaca)

Yo elegí no celebrar nada, primero porque me daría más nostalgia pensar en la tremenda comilona que estarían organizando mis familiares, segundo porque me costaba mucho trabajo levantarme a mi hora y ya no quería ni debía faltar a clases porque estaban muy cercanos los exámenes de fin de semestre. Sin embargo debo admitir que, ya en mi camita y bien tapadita, mis pies no podían evitar moverse al ritmo de la música de mis vecinos y estuve a punto de vestirme para unirme a sus festejos.

Martha y yo ya éramos alumnas responsables y estudiábamos juntas para los exámenes y para resolver las clases, puse mucho empeño en ponerme al corriente con las clases que perdí. Entre eso, la nieve y el frío, no quedaban muchas ganas de salir. Con los amigos nicas nos empezábamos a organizar para reunirnos en año nuevo, pero sucedió algo que cambió todos los planes.

Días antes de la celebración de año nuevo, Iván no se había sentido bien y conforme pasaba el tiempo su malestar no mejoraba. Del consultorio de la universidad lo enviaron a una revisión más completa al hospital que nos correspondía.

Iván, Marha y yo éramos muy cercanos, por eso, cuando nos enteramos de que lo habían internado fuimos a verlo al hospital. Quienes estuvieron internados en algún hospital de la URSS seguro recuerdan que, cuando se iba de visita no se nos permitía el paso, más bien, si los pacientes estaban en condiciones, ellos se asomaban a la reja de un portón a platicar con nosotros, algo parecido a un convento de monjas.

A través de la reja platicamos con Iván y nos contó que ya se sentía mejor, que no sabía lo que tenía pero que no se enteraría pronto porque, como venía el fin de año, los médicos tomarían esos días y lo atenderían a partir del 2 de enero. Martha estaba indignada, ¿cómo se atrevían a dejar a nuestro amigo sin diagnóstico y sin medicamento?

Según nuestra amplia experiencia médica (léase con sarcarmo), preguntamos a Iván si tenía fiebre, vómito, diarrea, etcétera; ninguno de esos síntomas estaban en su cuerpo. Martha me miró como solía hacerlo cuando tenía una idea audaz. Ella le pidió a Iván esperarnos mientras dábamos una vuelta al edificio para saber si existía una forma de sacarlo. Él nos dijo que había una puerta de salida mal resguardada y nos indicó dónde hallarla.

La puerta no podía ser mejor, Iván podría salir y entrar sin problema. Le prometimos regresar por él la víspera de año nuevo y devolerlo al día siguiente, Iván nos pidió no contarle nada a sus compañeros nicas porque eso le podría costar una fuerte sanción y hasta la pérdida de la beca. Luego de eso acordamos la hora y el lugar donde sería sustraído para celebrar, como "Dios manda", el año nuevo.

Llegado el día Martha y yo nos aseguramos de tener suficiente dinero para ir y regresar en taxi del hospital, repasamos lo que diríamos en caso de ser sorprendidas, que diríamos a Guillermo y Graciela para no estar con ellos... En fin, según nosotras todo estaba listo.

Martha y yo salimos de la residencia cuando empezaba a oscurecer, como a eso de las cinco de la tarde. Tomamos el taxi, llegamos al hospital, llamamos a Iván y él se asomó a la puerta de escape. El pobre de Iván sólo llevaba puesta una bata blanca, de esas abiertas por atrás, un sarape del hospital y sus chanclas.

El infortunado hombre no sabía si caminar hacia el taxi cerrando su bata, cuidar que sus chanclas no se llenaran de nieve y dejar enfriar más sus descalzos pies o si debía detener con más fuerza su sarape. Martha y yo pensamos en todo, menos en que nuestros querido compañero no tenía ropa para escapar. Ya en el taxi le dimos nuestra gorra, bufanda y guantes.

El ánimo de la residencia era de fiesta y hasta la Babushka andaba distraída, tanto que no se fijó en el loco con bata que metimos. Natasha y Lila estaban de descanso en su casa, así que escondimos a Iván en nuestro cuarto. Tuvimos que pedir la complicidad de Guillermo para sacarle ropa al hombre.

No tuvimos cena, ni baile, ni adornos de festejo, Martha, Guillermo, Iván y yo pasamos nuestro primer fin de año fuera de casa y de nuestro país, conversando, compartiendo sobre los usos y costumbres de nuestros países durante la navidad y el año nuevo. A Iván no le importó pasar un rato de frío con tal de no estar solo en ese hospital. Fue una celebración especial en mi vida, los buenos amigos sustituían a la añorada familia, pues para entonces yo no lograba ver que aquellas celebraciones que recordaba como únicas, eran el resultado de las expresiones patriarcas de mi abuela materna. No lograba distinguir que las nueras de mi abuela iban más por obligación que por gana.

Hoy por hoy he aprendido que en una pareja con familias extensas dominantes, quien gana el festejo de navidad, tiene ganada la partida. Yo, por mi parte, comencé a ganar la autonomía y la conciencia de tal hecho y la consigna de no repetirlo.

17 de noviembre de 2015

"Al final, las obras quedan la gente se va" *

Por Fabiola Martínez Díaz

A lo largo del recorrido de mi vida, he encontrado personas llenas de cariño y buenos consejos, mi pensamiento se ha nutrido de expresiones dichas por personas que incluso, sin quererme y sin que mi existencia les representara un asunto de interés, han dejado frases muy acordes con lo que pienso de nuestra existencia: "La vida es una actitud", dice una de ellas", "somos lo que elegimos en cada circunstancia", dice otra.

Los que emigramos temporal o definitivamente asumimos una actitud ante las consecuencias de una decisión tan trascendente para nuestra vida. Elegí quedarme en la URSS y concluir mis estudios y por esta razón asumí una actitud más pro activa ante los retos cotidianos, con ello, también formé una especie de refugio afectivo que en mucho sustituyó el cariño y apoyo familiar con el que afortunadamente conté. Además de Martha, Graciela, Iván, Guillermo y mis compañeros de Camboya fueron parte de ese inolvidable grupo.

A finales de noviembre o principios de diciembre, Martha  cumplían años y ya no teníamos suficiente dinero del estipendio para festejar. Entre los nicas y nosotras juntamos botellas de leche, (sobre todo de la famosa "malochnaya smesh" que tanto me gustaba), y las vendimos. El dinero obtenido fue bueno y estábamos contentos, así que esa tarde de viento regresamos de vender botellas jugando y riendo, quitándonos y poniéndonos guantes, gorro y bufanda. Entre juego y juego, Guillermo sacó los guantes de las bolsas de su abrigo y empezaron a volar varios rublos.

Todos nos miramos como tontos antes de reaccionar y correr tras los billetes que no pudimos alcanzarnos. Ninguno de nosotros lamentó la pérdida, la asimilamos como algo que no teníamos y que no valía la pena lamentar y nos reímos de nosotros mismos por actuar de manera boba.

La celebración se realizó sí o sí, no sé cómo le hicimos, quizá nosotras vendimos algo de las pertenencias que se cotizaban entre las soviéticas, quizás cambiamos dólares a rublos en el mercado negro, la cuestión es que resolvimos celebrar la vida y compartir.

El día del festejo Martha tuvo una tarde de nostalgia y no quería celebrar, la llevamos con engaños al cuarto de los camboyanos y entre todos la animamos y nos animamos. Los nicas y los camboyanos prepararon una comida que, a fuerza de alimentarme en los comedores estudiantiles, me pareció no sólo deliciosa, sino llena del calor de hogar.

Martha y Graciela.
Con frecuencia las imágenes describen mejor las situaciones que las palabras, si observan con atención la primera fotografía, no es difícil deducir que todos intentaban animar a Martha con unos panes con kolvasa. 


Los camboyanos hicieron lo suyo captando los momentos de la convivencia. Junto a Martha está Graciela, casi todos teníamos sobrepeso y una melena descuidada por el uso constante del gorro, por los meses transcurridos sin visitar a nuestro estilista y por los efectos de tomar la ducha por las tardes.

En la segunda fotografía está Iván, el único que en lugar de engordar adelgazó, haciendo ejercicio de su touch latino para alagar a Martha. Junto a Iván está uno de los camboyanos, nuestros anfitriones, gracias a ellos conservo capturados hermosos momentos. La tercera imagen capta a más personas, incluida yo. No sé por qué pero todos solíamos tener más hambre de la habitual, comíamos muy bien y aún así podíamos seguir comiendo más de lo mismo.
Martha e Iván.


Yo, comiendo sopa.
Aunque yo estaba consciente de las consecuencias que debí asumir por mi decisión de continuar con mi proyecto de vida, la nostalgia y la añoranza me rondaban constantemente y las aliviaba un poco pensando que mi estadía en ese país sería temporal, que seguía contando con un lugar en mi familia y en mi país. Era una promesa. No sucede lo mismo con quienes se ven ante la necesidad de migrar por motivos de inseguridad, genocidio, persecución y guerra, con ellos suelen viajar otros sentimientos, quizá de indefensión, de impotencia, de horror...

Cada cabeza es un mundo y cada corazón resuelve su sentir de forma distinta, sí. Ante esto me parece relevante enfatizar que, al recordar mis vivencias y narrarlas de la manera más honesta que puedo, con toda la sinceridad que me permite la evocación, continúo rescatando mi esencia; algo desgastada y desteñida con los devenires de la vida pero firme y bien arraigada, en plena recuperación de su dignidad.

Es importante no olvidar de qué madera estamos hechos, de dónde somos y hacia dónde nos dirigimos. Si lo que buscamos es trascender, vale la pena dejar obras significativas, pequeñas o grandes, con las que podamos ser recordados por sumar en pro de una vida digna. La lista de quienes han dejado huella en mí es larga y mi gratitud es aún más. Agradezco a la vida la posibilidad de continuar acrecentándola con la obra de la gente que continúa llegando a mí vida.


Martha, Graciela y Guillermo. 
*Frase de la letra "La vida sigue igual", de Manolo Galván, una canción que los latinos conocemos en voz de Julio Iglesias y que escuchamos largo tiempo por haber estado en los primeros lugares de popularidad. 

10 de noviembre de 2015

El día que conocí a Lenin

Por Fabiola Martínez

Tener un lugar a dónde llegar en Moscú es un tesoro invaluable, contar con el cariño y el hogar de la familia de Tania me daba seguridad, cobijo y también me evitaba conseguir la ayuda de compañeros que gestionaran permisos de pernocta en su residencia.

Martha y yo comenzamos a viajar a Moscú pretextando mil asuntos por resolver, lo más curioso del caso es que conseguíamos visa de viaje con cierta facilidad. En cada viaje nos procuramos tiempo suficiente para continuar descubriendo los tesoros cercanos a la Plaza Roja y los que resguardaba en interior del Kremlin donde, por cierto, se resguarda un complejo de iglesias-museo de belleza indescriptible.

Caminar por la Plaza Roja era agotador, sobre todo si lo hacíamos a finales de Otoño y principios de Invierno. Martha y yo procurábamos usar nuestras chamarras y no el abrigo que pesaba toneladas. Claro que usar chamarras implicaba otro “sacrificio”, que consistía en estar forradas por un montón de suéteres y camisetas, además de la bufanda, el gorro y los guantes. Al final del día siempre dolía el cuello y los hombros, pues tanta ropa limitaba los movimientos básicos como girar la cabeza para cruzar las calles, en vez de eso debíamos virar el torso completo.

Además de los múltiples museos y lugares de interés, el corazón de Moscú nos ofrecía mayores oportunidades de comer helado cubierto por una capa de chocolate, toda una delicia. Esos helados eran nuestra perdición. Si bien logramos dejar de atascarnos de pasteles, nunca dejamos de comer helado, lo cual era un gran avance, pues su venta en Jarkov era poco frecuente y muy pocas veces lográbamos comprar aquellos cubiertos de chocolate. Pero en el centro de Moscú descubrimos que, si de pronto se formaba una fila de gente, teníamos el 95 por ciento de probabilidad de comprar helados.

Un día nevado de invierno, Martha y yo recorríamos el Jardín de Alejandro y la tumba del “Soldado Desconocido” cuando nos percatamos de la formación súbita de una fila que no paraba de crecer. En una operación bien organizada yo me formé en la fila, avisando a los demás que venía con otra persona —de lo contrario me habría buscado una gran bronca, pues estar en las filas era todo un arte donde se buscaba el predominio del respeto—. Mientras, Martha fue de prisa a corroborar si el origen de la fila eran los magníficos helados.

Cuando Martha regresó conmigo traía cara de asombro y algo de confusión.
—Ya verifiqué para qué es la fila y, ¿a que no te imaginas de qué se trata?
—¿No son helados?
—No, es la fila para entrar al Mausoleo de Lenin. ¿Recuerdas que en clase de ruso nos explicaron que el cuerpo embalsamado de Lenin estaba resguardado en el Mausoleo?
—Sí, pero no lo creí, a mí lo que me gusta del Mausoleo es el cambio de guardia, no pensaba que fuera cierta esa historia.
—La fila es muy larga, tardaremos poco más de una hora en llegar ¿Nos quedamos?
—Sí. Aunque sigo sin creer.

Estar en la fila para el Mausoleo fue una experiencia singular. Desde allí podíamos ver con calma el movimiento de la gente, la arquitectura de los edificios y, un poco más avanzados, podíamos admirar la famosa estrella del Kremlin, que se decía estaba hecha de rubíes. Luego de estar en espera de entrar al Mausoleo, dejé de poner en duda la verdad de esa estrella y me dediqué a contemplarla.

Los cuidados para quienes ingresábamos al Mausoleo eran muchos, en cierto punto la fila fue custodiada por vallas y militares, quienes nos iban instruyendo en lo que se podía y debía hacer dentro y fuera del lugar. La gente que viajaba por Intourist tenía preferencia y pasaba sin fila. Así que la espera se prolongaba.

Llegados al punto de no retorno, todos dejamos las mochilas, bolsas o lo que tuviéramos cargando, a todos se nos registró para asegurar que no llevábamos armas y objetos que pusieran en riesgo el lugar. Debo admitir que, a partir de ese momento me sentí muy nerviosa, no podía creer que, pasado tanto tiempo, tuvieran a un hombre embalsamado, nada más y nada menos que al “padre” de la Revolución Bolchevique, tampoco podía creer que tendría el privilegio de mirarlo, ¿será real?, me preguntaba una y otra vez, pues ya no tenía permitido hablar con nadie que estuviera a mi lado.

Entré en un lugar que más bien parecía una cámara oscura. Lo único iluminado era el cuerpo de Lenin. La fila no podía detenerse más de cinco segundos, nadie debía tener las manos en los bolsillos, no se debía hablar.

Poco a poco me tocó estar en el punto más cercano. Sentí una especie de dolor en el estómago, eso fue de nervios, a simple vista Lenin parecía pequeño, delgado, ciertamente su palidez era como la de un muñeco de cera.

De repente escuché una orden con voz severa y me moví del lugar, me tocaba salir. La luz del día molestaba mis ojos, lo más rápido que pude me recuperé y recogí mi mochila, salí de la zona y Martha me alcanzó. Para ambas fue una experiencia única, impactadas y con hambre buscamos algo para comer e intercambiamos experiencias.


Luego del golpe de estado de 1991, todos los monumentos y símbolos de la época soviética fueron cuestionados y muchos de ellos atacados. Lo más paradójico del caso fue escuchar las opciones que tenían para deshacerse tanto del mausoleo como del “cuerpo” de Lenin. ¡Qué cosas tiene la vida!, el valor de los símbolos, hitos y mitos puede respaldar el sentimiento de arraigo, orgullo y pertenencia de una nación y, en un parpadeo puede formar parte del montón de desechos generados por la humanidad. 

3 de noviembre de 2015

Ni de la CIA ni de la KGB

Por Fabiola Martínez

Una vez dispuesta a estar en el camino que me llevaría a buenos términos en mi proyecto de vida en la URSS, organicé mis siestas vespertinas para tener tiempo de estudiar y hacer las tareas completas. Para mejorar mi estado de ánimo, dejé de estudiar en la habitación y acudí a la читальный зал sala de lectura, había una sala por cada piso y cada una tenía piano.

Todas las africanas estaban allí, también había una soviética tocando el piano. Allí conocí a una chica de Irán, era reservada pero logramos entablar una conversación. Noté que una conducta muy mía es estar absorta en lo que me acontece y por ello me perdía del mundo y de la riqueza de compartir con la gente, pero finalmente ya estaba en la actitud correcta.  

Llegando a la habitación Lila y Natasha tenían de visita a un compañero suyo que asistía a conversar con frecuencia. Cuando el chico se fue, ellas nos contaron a Martha y a mí, que el principal motivo de las visitas de su amigo era vernos, estar cerca de nosotros porque alguna le gustábamos.

—¿Y por qué no propicia conocernos, conversar o salir con nosotros?
—Lo tiene prohibido. Todos los varones tienen restricciones severas para hablar con extranjeras de países capitalistas. Sobre todo aquellos jóvenes que pronto harán el servicio militar.
—¿Él hará el servicio?, ¿acaso no hay excepción porque estudia?
—Irá a servir en Afganistán y tiene miedo. ¿Han escuchado sobre la guerra que hay allá?
—Sí, pero no me imaginaba que a él le tocara. —Contesté con asombro, pues existe la creencia que, mientras está lejos, el destino no te alcanza, pero lo hace no siempre por el camino más convencional.
—Los muchachos de nuestra facultad que hicieron el servicio en Afganistán ya regresaron, ¿qué no lo saben?, uno de ellos, el más sombrío, comparte habitación con uno de sus amigos nicas.
—Pero… nosotras no somos malas personas, ¿por qué no puede tener trato con nosotras?
—Porque se considera que ustedes pueden ser mala influencia y, que pueden ser usadas por la CIA para sacar información a nuestros muchachos.
—Pero ¿cómo?, yo no soy de la CIA, nadie me ha reclutado, nadie me ha propuesto nada…

Por puro morbo comencé a preguntar a los nicas por ese personaje recién llegado de Afganistán, y sí, se le percibía serio, callado, huraño y con una expresión de permanente enojo. Debía conocerlo, me dije, así que con ayuda de Joel conseguí pretextos para estar cerca de su habitación.

La personalidad de ese estudiante era tal como la describieron y más, parecía ser mucho mayor de edad, como si su servicio militar lo hubiera envejecido. La vida en la URSS me pondría en la oportunidad de compartir habitación con una afgana, conversando con ella me quedaron claros muchos asuntos.

El asunto de la paranoia soviética no me cayó tan de extraño, pues recuerdo que, cuando algunos compañeros y conocidos de la familia supieron que me iba a la URSS, me alertaron de las atrocidades cometidas por la KGB, en ese tiempo se hablaba mucho y muy mal de ese sistema, también se había publicado el libro Parque Gorki y era común que se pensara que la URSS era el rostro del mal. Esos conocidos daban por hecho que sería enrolada por esa organización. Ahora sé que ese terror permanente emanaba de la política internacional y nacional del inteligentísimo ex presidente de los Estados Unidos, Ronald Reagan.

Yo personalmente, nunca supe ni vi algo parecido a algún enrolamiento en el servicio secreto, aunque sí creo que nadie hace nada de manera gratuita, me sigo preguntando qué ganó la URSS con la inversión que hizo en mi educación. Tal vez algún día me entere…

Yo no fui la única latinoamericana en ser cuestionada por sus conocidos por ver una oportunidad de vida al irme a un país del bloque socialista. En la habitación 75 vivía una peruana con la que solía conversar. Ella no la pasaba nada bien, como todos y quizá en mayor medida, tenía miedo, vivenciaba el choque cultural de una forma más intensa. En ese proceso de asimilar el frío, las nevadas y los anocheceres tempraneros, se perdió un poco.

Una noche tocó en mi habitación, yo no escuché, pero las soviéticas sí. Le abrieron la puerta y, cuando desperté, la peruana estaba sentada en mi cama con mucha angustia, decía que en su habitación había micrófonos de la KGB. Como pude traté de calmarla, le dije que eso no podía ser cierto, que nadie le haría daño, la llevé a su habitación y regresé a dormir.

A los pocos días me enteré que la peruana estaba de regreso en su país, porque luego de esa noche tuvo una crisis y se la llevaron al hospital 15. Todos sabíamos que ese número indicaba un asunto psiquiátrico; sentí pena por ella y por los humanos, pues ante adversidades podemos ser tan frágiles, tan manipulables y, al final, a pocas personas les importamos, sólo somos un número o una cifra para los gobiernos poderosos.

Puse mayor atención a mi alrededor, conversé más con mis compañeros etíopes, su país estaba en las noticias por la inhumana hambruna, pero los noticieros poco hablaban de la guerra que vivían. Resultaba que, la buena voluntad de los estadounidenses y soviéticos apoyaban a diversos bandos, unos para instaurar la “libertad” y “democracia”, otros con la bandera de hacer un país del “proletariado”. Los etíopes tenían claro que a ambas partes, lo único que les interesaba eran los yacimientos de diamantes.  

Gracias a las charlas con el grupo de cubanos, supe de un asunto que motivaba su orgullo nacional, el “internacionalismo proletario” para liberar a Angola de la opresión Yanki.
—¿Cómo?, ¿qué tiene que ver Cuba con Angola?
—Les ayudamos a liberarse, el ejército cubano está allá, y también nuestros jóvenes, si les toca el sorteo, hacen el servicio militar en Angola.
—¡Eso es una intervención militar!, ¡como la que hacen los gringos! —Repliqué insultada.
—Tú no entiendes chica, lo que nosotros hacemos se llama internacionalismo.

Me rendí, no había manera, estaban convencidos de que su gobierno era diferente al estadounidense. Y hoy los entiendo en su intolerancia cada vez que leo a un revolucionario del Facebook defender con violencia a todo aquel que piense diferente al “Peje” o a Aristegui. Seguimos sin tener ganas de desarrollar un sentido crítico, seguimos fomentando ser un país de formas y no de fondo, un país de mucho por decir y poco por hacer. Nuestro país y el mundo merecen pensar más allá de una postura de derecha o izquierda, nuestra complejidad así lo requiere.

Con esas charlas claro que, le llamaran como le llamaran, los países más pobres, débiles y con cuantiosos recursos naturales serían reiteradamente invadidos o intervenidos bajo cualquier consigna, no importaba cual, lo relevante era mantener el caos, mover a sus gobiernos según las necesidades de cada intervencionista. No había a quién ir, soviéticos, cubanos, estadounidenses o quien fuera, aprovechaban la coyunturas para sacar raja política y económica de todo.


Las paradojas no terminaron con la conclusión de mis estudios. Tengo muy presente que, al buscar empleo luego de repatriarme en mi país, no faltaron los reclutadores que suponían, y hasta creían saber, que yo había tenido tratos con la KGB. ¡No se rían!, ¡es en serio! Resultó que incluso en mi nación fue difícil encajar; entendía que los soviéticos fueran paranoicos con lo de la CIA, pero que mis paisanos pensaran que tenía algo que ver con la KGB fue el colmo. 

27 de octubre de 2015

No hay mal que dure cien años

Parte 2
Por Fabiola Martínez 


Supe que estaba en una encrucijada de vida cuando el Decano de la Podfak me mandó llamar. Además de preguntarme cómo estaba, me hizo saber que, independientemente de mi cambio de carrera debía aprobar los cursos de Ruso, Biología, Química y Física. El Decano hizo énfasis en mi deber de asistir a todas las clases, pues en el último mes me estaba quedando dormida y no llegaba a Física.

Para mi sorpresa, a las clases de Biología sí asistía, a las de Química lo hacía de forma un tanto irregular pero, donde sí no tuve medida fue en Física, creo que sólo me presenté a las dos primeras clases y cuando retomé el curso, llegué tarde, obvio porque no me podía levantar y era a la primera hora. Mi reintegración a esa materia fue singular, a eso de las ocho quince am, abrí la puerta de mi grupo y un profesor de barba -muy al estilo de la moda del siglo XIX-, se distrajo y preguntó si estaba perdida.
-No, este es mi grupo, vengo a clase.
-¡Pues mucho gusto en conocerla!, ¡por poco y llega usted sólo al final del curso!
Lo que dijo y cómo lo dijo hizo que todos riéramos, pero yo además me sentí apenada y con cargo de conciencia por faltar tanto a clases.

Ese día quise morir, era impresionante todo lo que los compañeros estaban mirando, todos, incluida Martha, tenían un nivel muy bueno de matemáticas. Todos sabían multiplicar y dividir enormes sumas haciendo uso de estrategias universales, yo no encuentro otra razón, chicos de diversos países hablaban un lenguaje común mientras yo me decía: ¡Eso sí lo vi en la prepa!, lo sabría resolver si me dejaran usar la calculadora.

¡He allí el enorme problema!, nunca aprendí el origen del lenguaje matemático porque en mi preparatoria todo se resolvía apretando botones. Yo pensaba que Martha me llevaba ventaja por haber cursado la educación básica en una escuela privada de buen nivel pero, ¿y los demás?, en esos momentos eché chispas contra mis maestros por hacernos creer que sabíamos algo al obtener una nota aprobatoria, pero creo que ceder el lugar a la calculadora fue clave, aunque quizá el problema tenía asuntos de más fondo.

Cualquiera de ustedes puede llamarlo un mal de viejos, pero en mi país está sucediendo algo peor con el uso casi "santificado" de las famosas Tecnologías de la Información y la Comunicación, creo que darle tanto poder a esas "herramientas" le hará tanto daño a los alumnos como el que me hicieron mis maestros de matemáticas en su tiempo. Ahora los padres de familia y maestros piensan que con una tableta, los chicos se convierten en seres extraordinarios por las habilidades desarrolladas desde temprana edad. El tiempo tendrá la última palabra.

Mi caída libre también se reflejaba en mi vida fuera de la universidad. Martha y yo comenzamos a ser cómplices en compartir atracones de pasteles, helados y toda clase de golosinas. Ambas nos quejábamos del sobre peso pero no resistíamos la ocasión de comer como desesperadas.

El punto de quiebre tuvo lugar una tarde que regresamos de la escuela y compramos un pastel de chocolate completo. Como dos alcohólicos en rehabilitación, la ansiedad se apoderaba de nosotras en la medida que nos acercábamos a la residencia. Ya en la habitación, sentadas a la mesa, cortábamos una rebanada tras otra mirándonos con honestidad y comentando las preguntas vitales que nos atormentaban: ¿continuamos con este reto o nos regresamos a México?, ¿vale la pena echarlo todo por la ventana por estar de nuevo cerca de nuestros seres amados?, ¿estamos dispuestas a soportar y vivir nuestra derrota por estar nuevamente en la zona de confort?

Entre una pregunta y otra, entre una razón y otra, entre una justificación y otra, habíamos devorado más de la mitad de la torta de chocolate. Martha y yo nos miramos con determinación y aseveramos, ¡esto no puede continuar así!, ¡debemos elegir!

Ambas decidimos salir de la residencia y buscar la forma de canalizar todo ese peso que llevábamos a cuestas. Recuerdo claramente que esa tarde nevaba suavemente, los días previos también había nevado y todo el piso era un colchón de nieve... Me sentí segura y, luego de cruzar la calle, comencé a correr y a gritar con toda mi fuerza.

Al mismo tiempo que corría y gritaba con mis sentimientos hechos nudo, iba tomando conciencia del alcance de mis actos. Mi mente también se aclaraba. Fueron momentos vitales y decisivos, pues supe con certeza que me quedaría, supe también que estaba dispuesta a pagar el precio, supe que el autor de la destrucción de lo que me había construido con tanto esfuerzo, no iba a ser yo.

Esa salida fue una especie de exorcismo, una vez que crucé la puerta para regresar a la residencia, no daría marcha atrás. Quitar de mí los pésimos hábitos no fue sencillo, requerí poner más empeño, sin embargo tenía la certeza que lo lograría.

20 de octubre de 2015

No hay mal que dure cien años


Parte 1

Por Fabiola Martínez Díaz

Desde que empecé este blog, he recibido diversos comentarios de quienes también tuvieron la experiencia de vivir y estudiar en la antigua Unión Soviética; en ellos me dejan ver algunas de las fibras que se mueven al recordar sus propias vivencias que, aunque parecidas, en cada individuo se guardan emociones mucho más íntimas y personales de las que se evocan. 

No había transcurrido el primer mes de nevadas continuas cuando mi alma (en el sentido que los griegos clásicos daban a esta particularidad del ser humano), comenzó a experimentar aflicciones. Es difícil describir con palabras lo que sentí, así que lo haré en textos breves y diferidos. Creo que la obra de Beethoven conocida como "Sturmsonate", puede ayudarme a narrar mi tormenta interior, así que les incluyo el vínculo para compartirla con ustedes. 


Las noches largas y los días cortos debilitaban la coraza que me forjé para no dejar entrar a la nostalgia. La lucha por encontrar aliento para salir a caminar en una tarde oscura me venció, haciendo que optara por quedarme en la residencia. Acostumbrada a largas rutinas de movimiento físico por mis clases de ballet, mi cuerpo se sentía aprisionado y entumecido. 

Dormir por las tardes se convirtió en una opción para evadir, pero la exigencia en clase era mayor y requería de mí un esfuerzo igual. Martha vivía su propia versión de alma afligida, pero nunca supe a profundidad las cuestiones de la vida que le apuraban, como las charlas con ella eran sobre su novio en México, asumí que ese era el motivo de su tristeza, pero lo cierto es que no sabemos nada de nadie, ambas estábamos en un estado poco alegre. 

Los días cortos, fríos y nevados, eran propicios para que las soviéticas se reunieran a tomar té con varenie y pan negro con mantequilla. En numerosas ocasiones fuimos convidadas a tomar té y pronto adquirí la costumbre de comer pan negro con lascas de mantequilla. Con mis nuevos hábitos gané más kilogramos y eso me hacía sentir mal. Fue así como inicié un ciclo vicioso de comer, engordar, sentirme mal, comer. 

Una de las amigas de Lila o Natasha supo de mi nostalgia por volver a bailar, ella formaba parte del grupo de danza típica ucraniana y me invitó a su clase. El día pactado salimos juntas de la residencia, ya estaba oscuro y nevaba. La luz de la calle iluminaba de manera particular la nieve del piso. En la clase de danza me fue muy bien, fui bien acogida por la maestra de danza y por el grupo, estuve feliz y sonriente pero, siendo la reina del auto sabotaje, no me sentí con fuerzas físicas ni emocionales para regresar al grupo. Me preguntaba de dónde mi amiga soviética sacaba fuerzas para salir en la oscuridad y el frío.

Di un par de buenas y coherentes excusas para no asistir a danza típica ucraniana, lo cierto es que me afligía no poder responder a las preguntas que en ese entonces me planteaba la vida: ¿Y si me regreso a mi país?, ¿de dónde sacaré fuerzas para continuar?, aguantaré cinco años sin regresar a mi país?, ¿soportaré este invierno?

La vida en hacinamiento tampoco me venía bien, me sentía asfixiada. Empecé a experimentar la necesidad de comer de madrugada. Casi todas las madrugadas me levantaba a abrir el refrigerador y comía de las delicias que Lila y Natasha traían de sus casas. Cuando tomé conciencia de lo que hacía, agradecí a Dios y a la vida que mis compañeras no me increparan por mi comportamiento, al fin de cuentas, estaba cometiendo un abuso de confianza. 

Pero no hay mal que dure cien años, mi sentir y comportamiento llegarían a grados más agudos antes de encontrar el camino de regreso a la vida sana de una joven de 19 años. 

13 de octubre de 2015

Ande yo caliente, ríase la gente

Por Fabiola Martínez


A los primeros días de frío comenzaron los arreglos para esperar el invierno. Un día entre semana, posterior a la primera nevada, en la universidad se nos dio la instrucción de no ir a clases el día sábado, -durante toda mi estancia en la URSS, las clases se tomaban de lunes a sábado en horario completo-, en lugar de clases, requeríamos estar listos, todos, a las 9 de la mañana en nuestra residencia para ayudar en una tarea tradicional llamada subbotnik

Los maestros encargados del orden de la residencia hablaron con los y las soviéticas que convivían con extranjeros para saber si ya contaban con el material necesario para el subbotnik, ¿en qué consistía?, ¿por qué tanta disciplina?

Lila y Natasha, hablando mitad ruso mitad ucraniano, nos explicaron que la labor consistía en limpiar las ventanas y sellarlas para la temporada invernal. Las ventanas de las habitaciones y las puertas principales de la residencia eran dobles y hasta ese momento entendí por qué. 

Luego de limpiar a conciencia la ventana y de paso la habitación, Lila y Natasha colocaron un termómetro en la ventana y se aseguraron de colocar un par de clavos. Luego Lila me dio algo parecido a una estopa con la que debía rellenar todos los espacios que hubieren entre la ventana y la pared. Cuando todo estuvo listo, por encima del relleno se pasaba una especie de cinta adhesiva. 

Mis compañeras soviéticas me indicaron guardar toda la ropa de verano y colocarla sobre la cama, luego juntas fuimos a la cámara de seguridad y saqué mi maleta. Ya en el cuarto saqué las gorras suéteres, guantes y bufandas que mamá había puesto en mi equipaje, en su lugar metí toda la ropita ligera. Después regresé a la cámara de seguridad y guardé la maleta. 

Toda la residencia estaba en movimiento, fue una jornada amena y hasta juguetona. Pero todo ese candor quedó atrás cuando en poco tiempo comenzaron a dominar las temperaturas bajo cero, también se fue la risa cuando el día se acortó tanto, que estaba oscuro a las 5 pm y cerca de las 8 am comenzaba a salir la luz de sol. 

Lila comenzó a tener una rutina matutina algo extraña para mí porque, luego de levantarse veía el termómetro y se arreglaba para ir a la universidad, lo recuerdo porque ella, viendo mi pereza, se dio a la tarea de levantarme para que no perdiera clases. 

Así, cuando el frío se instaló comencé a odiar cada mañana. Mi salida debía ser a las 7:15 am, cuando más, así que respirar el aire helado a esa hora equivalía a sentir en mi garganta y en mi nariz un montón de cuchillos clavados...

Fiel a las costumbres de mi pueblo y de mi país, comencé a salir de la residencia tapándome la garganta y la nariz, pero mis amigas soviéticas me indicaban que no lo hiciera, que mi organismo debía adaptarse por sí mismo a ese cambio. Con todo el dolor de mi corazón obedecí sus indicaciones, finalmente, ¿qué sabía yo del invierno?

Uno de mis recuerdos más gratos de la época de frío permanente fue ver a las madres sacar a sus hijos a pasear como si fuese un día cualquiera, eso sí, la cabeza de los niños siempre estaba cubierta, primero por un paño de algodón, luego por la gorra. También era bello ver a esos bebés, en sus carriolas como de la época de los 50, cubiertos de su cuerpo y protegidos por un plástico adicional del carrito, pero siempre, siempre, con la cara descubierta. 

Durante toda mi estancia, y ya con amigas soviéticas con bebés, me llamaba la atención que, cuando no podían llevar a pasear a los pequeños durante el invierno, los ponían en la terraza, dentro de sus carriolas, como media hora, bien cubiertos por todas partes, excepto la cara. 

Apenas hace casi dos años, gracias a mi fabuloso neumólogo, que por casualidad es egresado de la Lumumba, comprendí por qué los soviéticos tenían esa costumbre, al final de cuentas, cada órgano de nuestro cuerpo es sabio y perfecto (si somos sanos de nacimiento), una nariz sana, también sabe lo que debe hacer y lo hace. Así de sencillo. 

6 de octubre de 2015

Primera nevada

Por Fabiola Martínez 

Ver en vivo las imágenes de ciudades y aldeas nevadas son un sueño que alcanzar para muchos de los que vivimos entre el trópico de Capricornio y de Cáncer. La primera nevada, el día tan esperado llegó, creo que sucedió a principios noviembre, cuando al salir de la residencia rumbo a la universidad, todos empezamos a ver caer copos de nieve.

Todos estábamos saltando de alegría, cada vez que viene a mi mente ese recuerdo, también aparece la sonrisa luminosa de la muy cubana Diana Morejón, de ella me impactó además, su ligero vestido de algodón, zapatos y calcetines; que al parecer la llevó al hospital por inflamación de rodillas, eso nos dijo la maestra de fonética y medio le creímos, porque supusimos que usó el hecho para asustarnos sobre todos los males que nos provocaría no vestirnos adecuadamente para la temporada.

La energía de tan magno evento me colmó de tal manera, que las clases se hicieron amenas y cortas; el regreso a la residencia fue veloz. Recuerdo haberme calzado las famosas botas de invierno y puesto el bloomer invernal debajo de mi pantalón deportivo. ¡Cuánto glamour!, la envidia de Dolce & Gabbana y Coco Chanel.

Martha y yo nos vestimos para salir a jugar con la nieve acumulada, para caminar sobre ella y sentirla crujir bajo nuestras suelas. Además de nosotras y otros extranjeros, sólo los niños parecían estarla pasando de lujo; caminaban sobre las banquetas junto a su madre o padre y patinaban en las partes congeladas.

Nosotras decidimos no arriesgar tanto nuestra cabeza y fuimos a buscar en el pasto y los árboles del hotel Intourist para patinar. Como en casa mi hermano Gabriel y yo solíamos echar talco al piso para patinar con calcetines, sentí que podía ser la “chucha cuerera” de la pradera y sí lo fui al principio, pero patinamos tanto que nos cansamos y comenzamos a caer cada vez más. Hasta que las asentaderas y chaparreras nos dolieron y quedaron llenas de moretones.

Lo que un día de noviembre me dio tanta felicidad, poco después se convirtió en uno de mis dolores de cabeza. Ya con la nieve constante se forman caminos de hielo que no siempre logré librar, las botas resultaron ser malísimas porque ni ejercían tracción, ni calentaban. En poco tiempo descubrí que me sentía más segura calzando los tenis Nike que me regaló mi hermano Adolfo, comprados con el dinero de primeros salarios.

Antes de la primera nevada emprendí la tarea de salir a trotar a la pista que nos quedaba enfrente. Siguiendo el ejemplo de mi amiga Verónica, pensé en no dejar de trotar incluso con nieve. La cosa no era tan difícil, sólo había que buscar partes de la pista donde no se había formado hielo.

Pero pronto la ignorancia me rebasó, no consideré que en los primeros días de nieve la temperatura no permanece tan estable. Si habiendo nevado la temperatura permanecía, al menos, un grado bajo cero, la cosa marchaba bien, pero bastaban algunas horas de tener un grado sobre cero y todo se fastidiaba porque se formaba hielo hasta por donde nadie imagina.

Salir a la pista empezó a pasar factura a mi cuerpo, en dos o tres ocasiones seguidas caí sobre la misma rodilla y se inflamó. Tenía que esperar a que mejorara para volver a trotar pero no fue fácil, porque comencé a resbalar en la banqueta y reiteradamente caía sobre esa misma rodilla. El color de ella pasaba de verde a violeta y viceversa.

El dolor me provocó miedo, también sentía malestar porque no podía trotar y tenía mucho sobrepeso, mi autoestima no era la mejor. Como elegí reponerme, cada vez que salía procuraba acompañarme de alguien y tomarme de su brazo, y funcionó; la rodilla pronto estuvo en condiciones de trote. Pero más que la mejoría, hubo un incidente que me hizo tomar valor para perder el miedo.

Teníamos una tienda bien surtida sobre la avenida Lenin, así que Martha y yo fuimos tomadas del brazo, caminando una ligera cuesta arriba. De repente, ante nuestros ojos, una mujer mayor que venía de bajada voló y cayó al suelo en un parpadeo, la plancha de huevo que traía en manos quedó hecha puré. Para mi sorpresa la mujer se levantó con agilidad, se sacudió la ropa y siguió su camino. Y yo que pensaba que, como mínimo, se había fracturado un tobillo.

Ver a esa mujer mayor caer y levantarse con determinación fue, además del mejor aprendizaje de seguir pa´lante, la vivencia más alocada y alegre, porque a través de ella tomé conciencia de la diferencia que hace un segundo. Mis compañeros de la ex URSS recordarán cómo, de la nada, en menos de un parpadeo ya habíamos resbalado y caído, tal como sucedía en los dibujos animados de mi niñez.

Después de treinta años sigo creyendo que, la experiencia de estar en el país de mis sueños, en el paisaje nevado de mis sueños, equivale a conocer al primer amor. Lo configuré, lo esperé y llegó. Pero en la vida como en el amor, imágenes así no permanecen inertes; condiciones, circunstancias, subidas y bajadas la hacen cambiar incluso a grados que duelen. Con todo y los golpes, esa primera nevada es y será una experiencia especial que aún evoco con especial amor. Y pensar que sólo bastó salir y arriesgarme. 

22 de septiembre de 2015

Tener conciencia del mundo o ¿dónde está Campuchía?

Por Fabiola Martínez

Hace unos días, en México sonaron impactantes noticias sobre la muerte de ocho compatriotas en Egipto. No faltaron los personajes que de inmediato alzaron sus voces para exigir  al gobierno (algo rabiosos), esclarecer tan lamentables hechos. La experiencia que recuerdo de esos días es que todos buscaban beneficio político o mediático sin comprender o ser conscientes de cómo se enquista la ignorancia ante tales reacciones, después de todo, ¿qué sabemos nosotros de lo que significa vivir en una guerra casi permanente?, ¿qué entendemos de cada contexto histórico y político de los llamados países de Medio Oriente y África?, ¿cómo vive un ciudadano común siendo vecino de Israel o Libia, cerca de una Siria que enfrenta éxodo, muerte y violencia?, ¿cómo se sobrevive a los genocidios? La peor parte, para mí, es que pocos se interesaron por contarnos sobre cada individuo que falleció, sobre lo qué amaban, lo qué les estremecía, además del contexto que vive un Egipto que hace cinco años vivió la tan aplaudida "Primavera árabe". 

Un tema de charla recurrente entre quienes llegábamos a la URSS en mis años de estudiante, fue el de la fotografía. A pesar de que siempre me ha gustado  no me interesé en averiguar por qué había tanta obsesión por adquirir diversos equipos fotográficos soviéticos. Las experiencias compartidas con mis compañeros de Campuchía me instruyeron en el tema.

Desde el inicio de mis clases compartí grupo con cuatro estudiantes del país asiático ya mencionado. Sus nombres forman parte de la sensible pérdida de memoria histórica de esa parte de mi vida, sin embargo, recuerdo gestos, movimientos, sonrisas y aventurillas compartidas cada vez que veo las pocas fotografías que tengo de Jarkov, que por cierto se las debo a ellos.

Al inicio de clases todos nos presentamos y conversamos, usando un limitadísimo idioma ruso, sobre nuestro país de procedencia. Antes de esos ejercicios escolares nunca supe de la existencia de ese país, lo encontramos gracias a la información vertida en un mapa del mundo.

En 1985, conviviendo con mis compañeros asiáticos, supe que Campuchía antes se llamaba Camboya, que hacía pocos años vivieron un genocidio que acabó con miles de vidas, que ellos cuatro superaban la edad promedio del grupo porque, al igual que la inmensa mayoría de campuchianos (no sé si el gentilicio es así, espero disculpen si me equivoco), tuvieron que abandonar la escuela en espera de tener tiempos menos aterradores.

Los cuatro chicos maravilla cooperaron para comprarse una cámara y t0d0 el equipo de revelado de fotos. Sí, ese era el quid del asunto, la oportunidad de desarrollar el pasatiempo estando en la URSS se debía a que podías entrar de cabeza a todo el proceso fotográfico.

Muchas tardes templadas de primavera y verano, incluso algunos días de invierno, los chicos tocaban a nuestra puerta y luego pasábamos a recoger a Índu, nos llevaban como sus “chicas modelo” para tomarnos fotos y, luego de procesarlas, nos daban un juego de ellas a cada chica. Cada vez que tocaban la puerta para una sesión o que nos regalaban fotos, su rostro y sonrisa se iluminaban, eran felices. ¡Cómo es bella la vida que, a pesar de ser sobrevivientes, podían olvidar tan graves sucesos de su país haciendo trascender en nuestra historia los momentos compartidos!

Puede ser que enviaran las fotos para presumir sus conquistas, puede ser que los cuatro estuvieran enamorados de Índu, a quien tenían que rogar más y no perdían oportunidad de fotografiarla.

Afortunadamente con Martha y conmigo la relación fue más cercana, los campuchianos nos enseñaron a jugar bádminton (yo me aficioné mucho a ese juego), estudiábamos juntos y no se cansaron de enseñarme una canción popular que cantaban con frecuencia y que a mí me gustaba mucho. Me resultaba imposible lograr la fonética de su idioma, aunque un par de acordes de piano sí logré retener.

Estar abiertos a las posibilidades que brinda la vida es una de las mejores maneras de vivirla, creo que en mí siempre hubo un frenesí que me llevaba a conocer a la gente a través de sus motivaciones e historias de vida. Los años posteriores en la URSS, tuve la fortuna de tener a Kjema o Khema como compañera y pude conocer mucho más sobre las marcas que deja el genocidio en una persona y su familia.