Por Fabiola Martínez
El viaje de Shannon a Moscú fue pesado y hubo turbulencia. Por fortuna se presentó ningún problemas, Susana y yo pasamos un par de días en mi adorada Moscú y, por supuesto, estuvimos paseando por la Plaza Roja, nuevamente hice el intento por visitar el interior de San Basilio, pero seguía en remodelación, al igual que el teatro Bolshoi.
En la caminata decidí rodear San Basilio, bajé hacia una calle lateral que conducía
hacia la torre de Constantino y Elena, a la de Torre Petrovskaya y hacia un enorme jardín. En ese trayecto me interceptó un fotógrafo.
-Dievushka, le tomo una fotografía, será maravillosa. -Y apuntó con su dedo hacia el escenario de fondo, a mis espaldas estaba una vista de San Basilio, era casi imposible resistirse.
-Bien, tómela, pero prométame que saldrá toda la iglesia.
-Lo prometo, y usted se verá muy bella.
El hombre me colocó en un lugar donde me senté, me pidió posar con la mano en la barbilla y también me hizo sonreír. Al terminar la sesión escribí mi dirección, continué mi camino y me dije: "Ojalá llegue la foto."
El 302 fue el número de habitación que me tocó en el tercer año del instituto. Susana y yo estábamos contentas porque pudimos comprar una alfombra roja y un juego de té, creo que buscábamos forjarnos un hogar acogedor. El plan era vivir ella y yo en una habitación para tres personas pero no pudimos acatar los requerimientos del administrador, fue así como llegó una tercera compañera: Nazima.
Nazima, originaria deAfganistán, era una joven menuda, inteligente, alegre y conversadora. A pesar de todo lo bueno de su ser, Susana y yo nos quedamos sentadas en nuestras camas, mirábamos pasar la vida desconcertadas, casi mudas... ¿una afgana?, ¿y si mejor nos hubieran puesto a una soviética?, ¿qué hábitos tendrá?, ¿nos llevaremos bien?
El miedo a lo diferente y desconocido pasó pronto, con el paso del tiempo nos hicimos buenas amigas. Como compañeras de habitación sólo tuvimos un tema complejo para resolver: la ducha diaria y el uso de desodorante. Honestamente no sabíamos cómo hacerlo. Hicimos planes macabros de invitar a Nazima para ir juntas a las duchas, todas las tardes. Ella cedió quizá un par de semanas pero luego dijo que le dolían los huesos.
Un tanto desesperada, Susi abrió la maleta de sus tesoros y le regaló a Nazima un desodorante, ella se alegró y lo colocó en su repisa, en aquel lugar donde ponía sus objetos preciados. En esos jaleos de poder territorial Susana y yo debíamos elegir entre convivir con nuestras diferencias o sobrevivir en confrontación. Optamos por lo primero y ciertamente no fue sencillo, se requirió un compromiso de respeto diario en los aspectos más mínimos.
A mediados de 1988, mientras en México continuaban las marchas multitudinarias de apoyo a un Cuauhtémoc Cárdenas que no tuvo la suficiente gana de defender su victoria electoral y se conformó con gobernar a la Ciudad de México, mediante un partido hecho a su medida; cuando las huelgas del movimiento Solidaridad arreciaron, cuando los intelectuales y activistas y algunos miembros del partido comunista de Hungría trabajaban con tenacidad y discreción para lograr un cambio como el de la URSS, la vida me daba la oportunidad de aprender a sobreponerme esa tendencia occidental de creer que lo que hacemos y pensamos es mejor que aquello diferente a nosotros.
Gracias a Nazima me fue posible acercarme a una versión diferente de la historia oficial, a un mundo que sólo conocía por las noticias de la guerra, el que la prensa occidental nos mostraba incivilizado y salvaje, urgido de una paternidad que lo llevara por el buen camino, un país cuya custodia era peleada con sangre y muerte.
Nazima forma parte de mis recuerdos dolorosos, porque no sé si aquella chica inquieta y ávida por conocer el mundo y de disfrutar la vida, haya tenido cabida en el nuevo orden que se formó en su país gracias al pretexto del 11 de septiembre del 2001.