Por Fabiola Martínez
Es grato recordar cómo mis amigos estaban para mí a mi regreso de Moscú. Inna y yo nos hicimos más cercanas (ella era una soviética casada con un cubano compañero de Valeri que vivía un piso arriba de mí). Con ella no sólo compartía el té y los postres y mermeladas que me invitaba, también era una persona que escuchaba con paciencia mi anhelo de ver crecer mi vientre.
Carlos, el mexicano, empleaba parte de su tiempo en visitarme o en llevarme los fines de semana al hogar que compartía con su pareja. Con Paty y Carlos pasé noches repletas de charlas sobre México, sus aventuras en Noruega o su pesadilla con unos pequeños ratones que se aparecía de vez en cuando cerca de la estufa de su pequeña cobacha. Mi amigo también se daba tiempo de pasear conmigo, recuerdo que me llevó a escuchar un concierto de orquesta en un teatro del centro de Kiev, fue una experiencia maravillosa.
Amal y yo nos hicimos más cercanas, se convirtió en la persona cercana para acompañarme a comer o tomar un bocadillo entre descanso y descanso. Ella siempre fue una mujer dulce y apacible con la que podía hablar de todo lo que pensaba y sentía.
Amal ocupó el espacio de amistad y complicidad que tenía con Rashid y Jamal, quienes desde que estaba cerca mi boda marcaron una distancia conmigo que yo no noté, hasta que la nostalgia de los tiempos felices me hizo ver todo lo que yo había abandonado.
Darek, quien había sido compañero de Valeri y estaba a punto de casarse con mi amiga Natalia, podía viajar periodicamente de Polonia a Kiev y siempre me llevaba de regalo fruta, específicamente plátano, no se imaginan lo feliz que me hacía comer una fruta tan tropical al final del invierno. Bassem me prestaba su lavadora cada vez que me ganaba la flojera de lavar a mano en los lavabos del baño.
Riita respondía con paciencia y cariño a todas las preguntas que yo tenía sobre el proceso de embarazo, parto y cuidado de los bebés. Hasta Khema y nuestra compañera tailandesa cuyo nombre ahora no recuerdo, mostraban interés en que todo lo que estuviera alrededor de nosotros, como estudiantes, fuera una zona segura para mí y mi hijo.
Sentirme cobijada, acompañada y protejida me venía bien ante el hecho de enfrentarme a un embarazo sola, lejos de mi pareja y de mi madre, figura fundamental en un proceso como el mío. Hoy tengo la oportunidad de experimentar un poco de aquéllos, pues a pesar de la distancia, el sólo hecho de saber que mis amigos ya forman parte de mis redes sociales me hace sentir bien, pues todos construimos un nexo único, quizás uno de los más sinceros.
Quizá esta es la razón por la cual, cuando pienso en lo que viví, en mi mente suenan diferentes canciones, en esta ocasión, desde ayer cuando construía la entrega de hoy, no sacaba de mi mente una canción del argentino Armando Tejeda Gómez llamada 'Canción de las simples cosas'.
Y como lo que no mata, fortalece, aquí estoy, con algunos golpes, raspaduras y una que otra cicatriz, lista para seguir adelante con más conciencia de mí, de quién soy, qué quiero y qué elijo amar. Tejiendo con calma esta tarea de exorcizar mis desaciertos del pasado para vivir con plenitud cada instante del presente.
Canción de las simples cosas
Uno se despide insensiblemente
de pequeñas cosas
lo mismo que un árbol en tiempo de otoño
muere por sus hojas.
Al fin la tristeza es la muerte lenta
de las simples cosas
de esas cosas simples
que quedan doliendo en el corazón.
Uno vuelve siempre a los viejos sitios
en que amó a la vida
y entonces comprende
como están de ausente las cosas queridas.
Por eso muchacho no partas ahora
soñando el regreso
que el amor es simple
y a las cosas simples
las devora el tiempo.
Demórate aquí en la luz mayor
de este mediodía
donde encontrarás
con el pan al sol la mesa tendida.