1 de noviembre de 2016

Los necios admiran, los sensatos aprueban (Alexander Pope)

Por Fabiola Martínez Díaz

El malestar provocado por la aparición de mi muela sanó muy rápido. Me recuperé del todo. La temperatura ambiente permaneció estable en unos veinte grados bajo cero. En esos días llamé a mi amiga Martha para saludar y cobijarme a distancia por mi reciente malestar. Su voz se escuchaba diferente y los papeles se invirtieron; me ocupé de lo que le aquejaba emocionalmente... es más, para animarla le prometí ir a Leningrado lo más pronto posible.

En la visita que Valeri solía hacerme los miércoles le comuniqué mi decisión, tenía mi maletita lista y me vestí evitando usar ropa que denotara cualquier relación con el capitalismo. Mi plan fue comprar mis boletos de tren como una soviética más; apostando todo en la ayuda de mis ojos rasgados y pómulos prominentes para pasar por alguien de Tashkent, Mongolia... No lo sé, la cuestión es que me vendieron los boletos, que por supuesto pedí en segunda clase.

Valeri no podía creer que lo hubiera logrado y no era para menos, logré ese movimiento a pesar de mi fenotipo y de no tener permiso de viaje.

La diferencia entre primera y segunda clase era tremenda, las literas de mi vagón estaban acomodadas como barracas militares, cero privacidad, mucho frío, gente subiendo y bajando del tren en cada parada.

Durante las treinta horas de viaje tuve miedo de ser descubierta y del ir y venir de la gente. En el último tramo estuve prácticamente sola en todo el vagón, creo que la encargada debió ver mi rostro temeroso porque me compartió palabras de ánimo.

La estación de tren a la que llegué estaba cerca de la residencia de Martha y decidí tomar taxi. La calle estaba desierta, oscura y el frío era de unos treinta grados bajo cero. Rápido encontré el edificio, nadie me detuvo en la entrada, era un lugar viejo, muy viejo, quizá porque estaba en las cercanías de la fortaleza de Pedro y Pablo pertenecía a la zona antigua o primigenia de la ciudad... Al fin llegué u pude abrazar a Martha.

La calefacción de la residencia no funcionaba, así que nos conformamos con el calor del reencuentro y de las bonitas amistades que Martha ya tenía. Hablamos, hablamos y hablamos. Por la mañana fuimos caminando a la facultad de Biología, su escuela, ubicada muy cerca de la residencia y del afamado Museo Hermitage.

Después de dejar tareas, reportes, y hacer lo pertinente para ese día regresamos a la residencia. A mí se me derritió la vista por el edificio del Hermitage y me ilusionó poder visitarlo pero, antes de proponer siquiera pasar enfrente, Martha me pidió cruzar la calle para admirar el congelado río Nevá. Pronto Martha observó que sobre el río había un camino y que una o dos personas lo estaban cruzando a pie.

-¡Vamos a cruzar!
-¿Estás loca?, es un río enorme... ¿Y si se rompe el hielo?
-No seas miedosa, mira, hace ya más de una semana que la temperatura ha estado permanentemente a menos cuarenta grados.
-¡No, me aterra!
-¡Anda!, así tendrás que algo para contar a tus nietos. ¿Ves cómo varios soviéticos lo están cruzando?, si no se pudiera ya habrían cerrado la bajada del muelle.

Accedí por compromiso, pero dentro de mí iba encendida el foco rojo que decía ¡alerta, peligro! La otra orilla me parecía inalcanzable, justo cuando ya habíamos recorrido la mitad del río congelado tuve la sensación de sentir pasar la corriente del río, incluso de escucharla.

Miré a mi alrededor y en unos segundos me percaté de que estaba cruzando un río navegable, de que si la corriente llegaba a ser tan fuerte como la sentía justo bajo mis pies, en caso de romperse el hielo nadie me encontraría.

¡Dios!, la mente humana trabaja de manera prodigiosa y más ante situaciones que amenazan la vida. En esas fracciones de segundo supe que regresar era una opción igual de peligrosa a la de continuar. Honestamente no sabía nada sobre hielos congelados, pero me dije que como la distancia era la misma, intentaría terminar la tremenda estupidez que había iniciado.

Al llegar a salvo al muelle me prometí nunca decir nada a mi familia, y mucho menos a mis hijos y nietos. Sentí vergüenza por defraudar a mi madre poniendo en riesgo mi vida, sólo porque sí. Aunque ella nunca se enterara yo era consciente de  mi falta y eso bastaba. Hasta hoy mi hijo no sabe de esta experiencia mía, quizá se entere si llega a leer mi blog. No me siento orgullosa de lo que hice, pero forma parte de mi vida y sería deshonesto matizar lo relevante.

¿Lo volvería a hacer? NO, rotundamente NO. El Nevá es uno de los ríos más caudalosos de Europa, en su parte más estrecha mide de ancho entre 400 y 500 metros, además de ser muy profundo.

Yo lo crucé sólo por no saber decir no, por no anteponer la cordura. La juventud, además de plenitud, belleza y brío tiene altas dosis de impertinencia, torpeza y temeridad. Ojalá lo que hoy narro sea mi contribución a no perder de vista estas condiciones, pues todos los adultos tenemos cerca a jóvenes que toman de nosotros orientación tácita o explícita.

Río Nevá en verano. Tomade de: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Saint_Petersburg_Hermitage_Museum_IMG_5863_1280.jpg