Por Fabiola Martínez Díaz
En segundo año de carrera entré al equipo de atletismo del Instituto, no recuerdo el número exacto de días de entrenamiento pero tengo presente que eran más de dos a la semana. Mi entrenador era muy guapo y de buen carácter, cosa rara pero agradable. Hasta entonces, todas las clases de educación física que tuve en mi vida carecían de sentido, pues en los entrenamientos que ahora tomaba valoré la importancia de contar con infraestructura para hacer deporte.
Mi instituto, al igual que todos los de nivel superior de Kiev, tenía gimnasio techado con bicicletas fijas, cancha con duela para básquetbol, voleibol y tenis. Había una sala para hacer pesas y pistas y canchas al aire libre.
En mi nueva faceta como incipiente atleta, pude apreciar las ventajas de la conjugación entre el trabajo de pista y el levantamiento de pesas, así como la importancia del autoconocimiento respecto a la función de la respiración y la medición del pulso y la tensión muscular, nada que ver con los profesores vagos que tuve en la secundaria, que sólo sacaban los balones de básquetbol o vólibol y nos dejaban allí hasta que finalizara su clase.
Tengo la impresión de que los soviéticos conocían con precisión la evolución de los extranjeros estudiantes de nivel superior; pues todas las clases y actividades extracurriculares estaban bien equilibradas.
A lo largo del ciclo escolar 1987 y 1988 maduré en infinidad de aspectos personales, por ejemplo, comencé a establecer relaciones de amistad más trascendentes pero no dependientes o motivadas por la indefensión del "mal de patria", sino apostando al largo plazo (mínimo el de la carrera) y a la esencia de cada persona.
Comencé una relación significativa con otros compañeros mexicanos, especialmente con Javier y con los africanos de otros grupos. Me di tiempo para observar y reconocer los avances lingüísticos de los libaneses que recién llegaron y para apreciar la belleza y gracia de todas las chicas árabes de ese grupo. ¡Qué belleza tan natural, tan agraciada y tan auténtica!, me atrevo a a firmar que de todos las personas de Oriente Medio que conocí, los libaneses son los más guapos, hombres y mujeres por igual.
En segundo curso también comencé las clases de Metodología de la Enseñanza y de Pedagogía, gracias a ellas comenzó mi visita periódica a escuelas de nivel básico. In situ aprendíamos sobre la aplicación práctica del tema teórico que vimos previamente. Fue una experiencia maravillosa.
Ese año vimos trabajar a profesoras del equivalente a primero, segundo y tercero de primaria. Quedé fascinada, lo que más llamó mi atención fueron las clases de canto en niños que aprendían las primeras letras, en el salón de canto había piano y personas que sabían tocarlo.
Suele suceder que las escuelas hablen con sus alumnos para motivarlos a tener mejor desempeño ante las visitas, pudo suceder en nuestro caso, pero creo que no existe forma de fingir la entrega y sentimiento de los niños al momento de cantar. Los niños parecían ángeles solfeando, me recordaron a mis gratos momentos de preescolar, cuando en México existía una auténtica preocupación por los cantos y juegos y se contaba con pianistas profesionales para esas actividades. Es una lástima que lo hayamos perdido.
Otra cuestión que me encantó fue trabajar en las aulas designadas para cada asignatura. Desde la primaria los niños cambiaban de salón de clase según el tema que debían estudiar. Las aulas estaban muy bien equipadas con material didáctico que les permitía tocar y aprender.
En años posteriores visitamos salones de adolescentes y ahí el comportamiento sí presentaba cambios notables. Como yo me había enamorado de los primeros grados, puedo decir que no disfruté tanto las prácticas de metodología y pedagogía en grados superiores. Pero los maestros sabían cómo recuperar nuestro ánimo y dejaron para el final las aulas de educación preescolar. ¡Qué maravilla!
En preescolar no había maestras luchando como desesperadas para enseñar a leer, escribir o sumar y restar (como sucede en México, principalmente en escuelas particulares), había niños jugando en aulas muy grandes llenas de colchonetas y juguetes. Ciertamente los niños de preescolar aprendían matemáticas y las primeras letras, pero tenían a su favor la ausencia de desesperación por complacer a padres de familia (que quieren que sus niños sean genios), y a un sistema de enseñanza enloquecido por alcanzar estándares de la prueba PISA, que sólo funciona en sistemas educativos como los de Finlandia o Japón.
Ahora que por formación e interés personal dedico más tiempo a la lectura y conocimiento de los procesos para implementar el Nuevo Modelo Educativo en México, no puedo evitar evocar todo aquello que conocí y vi bien.
Cuando analizo las circunstancias improvisadas de México al momento de lanzar este Nuevo Modelo Educativo, y del Modelo Educativo del 2010-2013, pienso que la motivación principal es política, no educativa. Estas circunstancias son lamentables porque como país sí sabemos hacer bien las cosas, como cuando se implementó la educación preescolar a principios del siglo XX, el proceso fue planificado, paulatino y claro. Ante estos contraste es cuando mi nostalgia el recuerdo de los hermosos momentos de mi formación como estudiante del Instituto Pedagógico.
Honestamente deseo que tenga éxito todo lo nuevo que se implemente en México, en lo que se refiere a educación, el tiempo nos dará la respuesta. Por ahora queda esperar y observar cómo se desarrolla lo que está por venir; pues me agrada aportar mi grano de arena al desarrollo de contenidos que durante 17 años se han plasmado en libros de texto para secundaria.