11 de julio de 2017

Verano de 1988

Por Fabiola Martínez

En un abrir y cerrar de ojos pasamos de la tibieza de la primavera al calor asfixiante del verano. Llegó el momento de preparar exámenes. Como era costumbre, los зачёт o pruebas previas al examen, se presentaban uno por día; mientras que los exámenes se daban con intervalos de un día.

No recuerdo ninguna dificultad para el periodo final, estudié en forma, comí bien y seguí trotando en el parque. Para esos meses ya era muy cercana a los dos únicos varones cubanos que ese año: Nelson y Osvaldo. Ellos, a su vez, tenían una excelente amistad con dos chicas soviéticas que cocinaban como nadie.

No tengo ni idea de cómo le hacían, porque en las tiendas de comestibles ya empezaban a escasear los productos y ellas, cada vez que iban de visita a su casa, regresaban con mil cosas para preparar. Recuerdo que en una ocasión hicieron una torta (pastel) tipo mil hojas, con leche condensada... ¡wow!, nunca volví a comer algo tan exquisito.

Mis vecinas soviéticas solían preparar sus varenies (mermeladas) en nuestras extrañas estufas eléctricas, a las que nunca me acostumbré. Fue tanta mi fascinación por su comida que un día les pedí que me enseñaran a preparar algo y así lo hicieron: fue la primera y única vez que preparé mermelada de fresa, con la fruta que compré en el mercadito sobre ruedas de la parada de autobuses. En esa época del año solían llegar de las aldeas cercanas las personas que vendían fresas, cerezas, moras, frambuesas, además de las manzanas frescas.

Osvaldo, Nelson, las dos soviéticas y una que otra persona perdida, pasábamos las tardes repasando para los exámenes finales. A pesar de las comilonas, yo continuaba perdiendo todo el peso que había ganado dos años antes. Además de eso me sentía feliz porque viajaría a México todo el verano, gracias a que el dólar se cotizó más alto en el mercado negro en una paridad aproximada de 50 rublos por dólar.

Para el viaje me puse de acuerdo con Susana, una mexicana que, aunque había llegado con Javier y con Mónica, sigo sin recordar por qué no la he tenido presente en mis recuerdos, hasta ahora.

Fui a las tiendas a buscar regalitos y recuerdos para la familia y noté que la oferta de productos era menor. Entré a mi tienda favorita de oro y piedras preciosas y... ¡horror!, ya no había la misma cantidad de rubíes o zafiros que yo había visto poco antes. Aunque para entonces yo no compraría ninguno, solía ir como en peregrinación a escoger la pieza preferida.

Llegar a México era simplemente maravilloso por el clima, la familia, la comida. Mi madre me llenó de besos y mis tíos adorados me recibieron con un enorme ramo de rosas rojas. En dos años de ausencia mi pueblo y mi país habían cambiado radicalmente. La gente local abrió supermecados, en todas las tiendas te envolvían la mercancía con bolsas de plástico, cosa que antes era impensable.

Las tiendas de electrodomésticos tuvieron un boom por la apertura comercial generada a partir del Tratado de Libre Comercio. Este enorme contraste hacía corto circuito en mi cabeza, CONASUPO, que había sido la tienda mejor abastecida del pueblo y con la mejor oferta en precios desapareció, y con ello también le dieron un knock out al campo mexicano. Entre los adultos había preocupación que la mercadotecnia consoló con fácil acceso a bienes de corta duración.

Sentía que el mundo estaba alborotado. Mi madre me contó que se había hecho un programa mexicano en Moscú y que no se perdió detalle alguno. Estaba alocada por saber, de viva voz, cómo se vivía en ese extraño país al que su extraña hija se había ido. Gracias, creo, a Jorge Saldaña (q.e.p.d.), México pudo hacer un recorrido por las noches de Moscú, por sus museos, tiendas y también paseó con su gente.

Radio y televisión seguían atentos los pasos de la perestroika y la glasnost, al mismo tiempo que aprovechaban la ventana que Govachov abrió para que el mundo conociera a la URSS. ¡Y yo con el trauma de ver tantas bolsas de plástico en las casas!

Ese verano hice de todo un poco; abracé incansablemente a mi sobrina Fabiola Alejandra, que tenía como tres meses de nacida; estuve en el fiestón de 15 años de mi prima Mónica, subí caminando a la cabeza del Iztaccíhuatl (que es la tercera montaña más alta del país, a 5 mil 230 metros sobre el nivel del mar)

Como ya era costumbre, mis padres hicieron un guardadito de dinero para dotarme de desodorantes, toallas sanitarias, ropa y dólares. El viaje de regreso a Moscú fue hermoso, como siempre. En Shannon, Irlanda del Norte, me compré una chamarra de invierno divina y muy práctica que usé eternamente. También hice planes con Susana para compartir habitación en el nuevo ciclo escolar.

Todo me parecía maravilloso, cada día tenía más capacidad y recursos para vivir y pasarla bien en la URSS, el panorama no podía ser mejor...

Belkis, Ciro y yo en la cocina del bloque, antes de ir a las duchas. 
En busca de regalos para mi viaje, cerca del centro comercial Gum, ¿o Tzum?...

Mismo día de compras, en las fuentes del centro de Kiev.

Aquí, muy `pro´subiendo al volcán Iztaccíhuatl, verano de 1988. 

En la iglesia de Contla, con mi sobrina en brazos y mi hermana Teresita de Jesús.