28 de abril de 2015

No todo lo que brilla es oro

Por Fabiola Martínez Díaz 


Regresando del desayuno la mayoría pasamos el mayor tiempo en el lobby, conociendo gente y relacionándonos, instintivamente, por idioma materno. En un perfecto español, una soviética nos dio indicaciones de no salir a ninguna parte y esperar a ser informados sobre la universidad y la ciudad que se nos asignó. Algunos latinos sabían que se nos asignaba universidad ya fuera porque los becados previamente lo pidieron o por el perfil de su carrera, algunas ciudades tenían tradición por especializarse en áreas de estudio específicas.

Entre charla y charla tuve que subir a mi habitación y me di cuenta de la primera cosa extraña, y en ese entonces inexplicable, mi jabón de baño y champú ya no estaban en la regadera, lo dejé allí como si hubiese estado en mi casa… Me perturbé.

Cuando regresé al lobby ya había llegado Eréndira, una mexicana de cabello largo y rizado. Era costumbre que los estudiantes que ya tenían algunos años viviendo en la URSS llegaran a buscar a sus compatriotas, básicamente por dos razones: enterarse de las novedades que les podíamos contar y darnos consejos, que créanme, resultaban vitales. 

Justo a Eréndira le comenté lo que me había sucedido, entonces, casi con actitud de madre, nos reveló las primeras grandes realidades que hicieron corto circuito en nuestra cabeza: nunca debíamos descuidar nuestras pertenencias como ropa de marca, jabón, champú, papel de baño, tenis. También nos sugirió comprar papel de baño y toallas sanitarias cada vez que estuvieran a la venta en las tiendas, pues eran artículos muy cotizados. ¡Me quería morir!, me parecía absurdo porque… ¡estaba en una de las grandes potencias mundiales!

Y de los dólares ni hablar, debíamos esconderlos y protegerlos con la vida porque eran muy cotizados en el “mercado negro”. ¿Qué era el mercado negro?, sin importar lo que Eréndira nos dijo, yo simplemente no entendí nada, y es que ese tema novedoso, además de ser incomprensible, tenía mucho de peligroso y oscuro.

Obtener la beca a la URSS fue mi primer gran sueño alcanzado, una vez en Moscú, no podía, ni quería dejar pasar la oportunidad de cumplir mi segundo gran sueño: conocer la emblemática Plaza Roja. Le supliqué a Eréndira que me llevara, al fin ella vivía en Moscú y lo conocía. Al principio no quería llevarme porque no debíamos movernos del hotel, pero a tanta insistencia logré convencerla y nos fuimos con otros dos mexicanos.

Caminamos rápidamente hacia el metro, creo que la estación más cercana se llamaba Университет (Universidad). Al entrar a los andenes me impresionó fuertemente el aroma del ambiente, parecía como si todo el sitio oliera a naftalina y el ruido de los rieles y las ruedas era chocante. Recuerdo que me sorprendió que en todas las estaciones, la gente esperaba su tren en un pasillo central, así que con sólo cruzarlo, cambiaban sin problemas de dirección.

Otro dato curioso del metro fue escuchar que anunciaban cuando la puerta se cerraba e indicaban tener cuidado, claro, además de decir el nombre de la próxima estación. Lo supe gracias a la traducción de Eréndira.

Finalmente llegamos a la estación de metro más cercana, creo que se llamaba o se llama Plaza de la Revolución (Площадь Революции); debíamos caminar un par de calles pero las piernas me temblaban y el estómago me hormigueaba de la emoción, no lo podía creer, pisaría LA PLAZA ROJA, lo escribo con mayúsculas para intentar expresar la grandeza que ella me representaba.

Cuando Eréndira nos indicó que habíamos llegado, sentí una indescriptible desilusión, creo que todo radicó en mis expectativas, que eran grandes, creo además que mi referente inconsciente era el Centro Histórico de la Ciudad de México, y pues, me pareció que no lo superaba ni en superficie, que era mi humilde parámetro.

Recuerdo vivamente haber visto el Kremlin y su enorme estrella de rubí, su arquitectura era linda, diferente y grande. Pero, por si fuera poca la desilusión de la Plaza Roja, bastaron unos segundos para vivir otra desilusión, fueron los segundos que me tomó voltear hacia la izquierda y ver la famosísima catedral de San Basilio…

¡Qué pequeña me pareció! Me sentí engañada, muy engañada, en todos los años que perseguí mi sueño, las fotografías de las cúpulas de San Basilio mostraban tal majestuosidad y grandeza que no equivalían a lo que veía.

Mi regreso al hotel fue muy ensimismado, preguntándome ¿qué pretendía la gente, los noticieros, las revistas con hablar de poder y grandeza?, ¿en qué clase de potencia mundial estaba que no podía comprar papel de baño o toallas sanitarias? Mi primer aprendizaje, casi in situ, fue entender lo peligroso que puede ser para cualquiera el crearse grandes expectativas sólo a partir de lo que oye o ve, sin cuestionarse a sí mismo.

A partir de allí comencé a aprender cómo se construyen los mitos, para qué sirven y también, cómo se pueden derrumbar.