Por Fabiola Martínez Díaz
Regresando del desayuno
la mayoría pasamos el mayor tiempo en el lobby, conociendo gente y
relacionándonos, instintivamente, por idioma materno. En un perfecto español, una
soviética nos dio indicaciones de no salir a ninguna parte y esperar a ser
informados sobre la universidad y la ciudad que se nos asignó. Algunos latinos
sabían que se nos asignaba universidad ya fuera porque los becados previamente
lo pidieron o por el perfil de su carrera, algunas ciudades tenían tradición
por especializarse en áreas de estudio específicas.
Entre charla y
charla tuve que subir a mi habitación y me di cuenta de la primera cosa
extraña, y en ese entonces inexplicable, mi jabón de baño y champú ya no
estaban en la regadera, lo dejé allí como si hubiese estado en mi casa… Me
perturbé.
Cuando regresé al
lobby ya había llegado Eréndira, una mexicana de cabello largo y rizado. Era
costumbre que los estudiantes que ya tenían algunos años viviendo en la URSS
llegaran a buscar a sus compatriotas, básicamente por dos razones: enterarse de
las novedades que les podíamos contar y darnos consejos, que créanme,
resultaban vitales.
Justo a Eréndira
le comenté lo que me había sucedido, entonces, casi con actitud de madre, nos
reveló las primeras grandes realidades que hicieron corto circuito en nuestra
cabeza: nunca debíamos descuidar nuestras pertenencias como ropa de marca,
jabón, champú, papel de baño, tenis. También nos sugirió comprar papel de baño
y toallas sanitarias cada vez que estuvieran a la venta en las tiendas, pues
eran artículos muy cotizados. ¡Me quería morir!, me parecía absurdo porque…
¡estaba en una de las grandes potencias mundiales!
Y de los dólares
ni hablar, debíamos esconderlos y protegerlos con la vida porque eran muy
cotizados en el “mercado negro”. ¿Qué era el mercado negro?, sin importar lo
que Eréndira nos dijo, yo simplemente no entendí nada, y es que ese tema
novedoso, además de ser incomprensible, tenía mucho de peligroso y oscuro.
Obtener la beca
a la URSS fue mi primer gran sueño alcanzado, una vez en Moscú, no podía, ni
quería dejar pasar la oportunidad de cumplir mi segundo gran sueño: conocer la
emblemática Plaza Roja. Le supliqué a Eréndira que me llevara, al fin ella
vivía en Moscú y lo conocía. Al principio no quería llevarme porque no
debíamos movernos del hotel, pero a tanta insistencia logré convencerla y nos
fuimos con otros dos mexicanos.
Caminamos
rápidamente hacia el metro, creo que la estación más cercana se llamaba Университет
(Universidad). Al entrar a los andenes me impresionó fuertemente el aroma del
ambiente, parecía como si todo el sitio oliera a naftalina y el ruido de los
rieles y las ruedas era chocante. Recuerdo que me sorprendió que en todas las
estaciones, la gente esperaba su tren en un pasillo central, así que con sólo
cruzarlo, cambiaban sin problemas de dirección.
Otro dato
curioso del metro fue escuchar que anunciaban cuando la puerta se cerraba e
indicaban tener cuidado, claro, además de decir el nombre de la próxima
estación. Lo supe gracias a la traducción de Eréndira.
Finalmente
llegamos a la estación de metro más cercana, creo que se llamaba o se llama
Plaza de la Revolución (Площадь
Революции);
debíamos caminar un par de calles pero las piernas me temblaban y el estómago
me hormigueaba de la emoción, no lo podía creer, pisaría LA PLAZA ROJA, lo
escribo con mayúsculas para intentar expresar la grandeza que ella me
representaba.
Cuando Eréndira
nos indicó que habíamos llegado, sentí una indescriptible desilusión, creo que
todo radicó en mis expectativas, que eran grandes, creo además que mi referente
inconsciente era el Centro Histórico de la Ciudad de México, y pues, me pareció
que no lo superaba ni en superficie, que era mi humilde parámetro.
Recuerdo
vivamente haber visto el Kremlin y su enorme estrella de rubí, su arquitectura
era linda, diferente y grande. Pero, por si fuera poca la desilusión de la
Plaza Roja, bastaron unos segundos para vivir otra desilusión, fueron los segundos
que me tomó voltear hacia la izquierda y ver la famosísima catedral de San
Basilio…
¡Qué
pequeña me pareció! Me sentí engañada, muy engañada, en todos los años que
perseguí mi sueño, las fotografías de las cúpulas de San Basilio mostraban tal
majestuosidad y grandeza que no equivalían a lo que veía.
Mi
regreso al hotel fue muy ensimismado, preguntándome ¿qué pretendía la gente,
los noticieros, las revistas con hablar de poder y grandeza?, ¿en qué clase de
potencia mundial estaba que no podía comprar papel de baño o toallas
sanitarias? Mi primer aprendizaje, casi in
situ, fue entender lo peligroso que puede ser para cualquiera el crearse
grandes expectativas sólo a partir de lo que oye o ve, sin cuestionarse a sí
mismo.
A
partir de allí comencé a aprender cómo se construyen los mitos, para qué sirven
y también, cómo se pueden derrumbar.