11 de agosto de 2015

La aventura de viajar a Moscú o ¿se volvieron locas?

Por Fabiola Martínez Díaz

Creo que todos o la mayoría de los estudiantes que llegamos a la Facultad Preparatoria (podfak), firmamos una carta compromiso donde sobresalían dos obligaciones: participar y/o realizar actividades para dar a conocer nuestra cultura y, la más importante, no debíamos salir más allá de unos treinta o cuarenta kilómetros de nuestra ciudad asignada. Incumplir este acuerdo daba derecho al gobierno de la URSS a deportarnos.

Para salir a otra ciudad, requeríamos una visa y una invitación donde se indicara la dirección donde pernoctaríamos. Si mis tovarish recuerdan bien, esto era una odisea porque prácticamente no existían hoteles y éstos no admitían a un extranjero sin su visa. Así que debíamos pedir a un conocido o amigo tramitar la invitación para que nos permitieran pasar la noche en su residencia.

Iniciábamos el segundo trimestre, a mi programa de estudios se agregaron asignaturas como biología, química, física y matemáticas, ¡una locura!, para cursar estas materias se unieron a nuestro grupo los estudiantes que eligieron medicina y química. Otro nivel de conocimientos que a mí no me gustaba, volví a sentir ansiedad por mi situación académica. Para entonces ya sabía que si no estudiaba algo que me encantara, al menos viviría en una de las grandes ciudades. Por ello elegí la carrera de filología o traducción e interpretación en la ciudad de Kiev y se lo comuniqué al vicedecano.

El vicedecano estaba contento por mí pero, para que la felicidad fuera completa, yo debía tramitar el cambio a través de mi embajada… ¿Qué, qué? Afortunadamente Martha siempre estaba cerca y me animó a lanzarnos a la aventura de viajar a Moscú. En ese momento el vicedecano escribió las indicaciones para tramitar la visa de ambas.

El trámite fue rápido y sin preguntas. Ya en nuestro cuarto me di cuenta que no teníamos resuelto el lugar para dormir, el vicedecano también olvidó pedir ese dato. Para el espíritu aventurero y travieso de Martha no había comparación, enseguida ella buscó los datos de su antiguo maestro de ruso y le llamó para decirle que lo visitaríamos de paso por Moscú (pero nunca le dijo que queríamos pernoctar en su casa, ¡ups!)

La visa para resolver mi cambio de carrera nos permitía estar hasta una semana hábil en Moscú; no sabíamos cuánto tiempo nos tomaría mis trámites, pero no pensamos en ello, pues la insolencia de la juventud nos hizo suponer que todo sería sencillo, como en nuestro país.

Fuimos a la estación de tren y compramos nuestros boletos en la oficina de Intourist, tomamos el tren al día siguiente, pasaríamos la noche viajando, como se estilaba en tramos tan largos, creo que el trayecto era de unas doce horas.

El primer día ubicamos las rutas para movernos en el metro, lo cual era sencillo por su diseño, además que la belleza de numerosas estaciones hacía que quedáramos boquiabiertas contemplando otro concepto de transporte público. También obtuvimos la información para llegar a la embajada mexicana e hicimos nuestra propia indagación para hospedarnos en un hotel. A pesar de tantas advertencias, nos parecía absurdo e increíble que no pudiéramos reservar una habitación. Incluso estábamos decididas a usar nuestros pocos dólares pero simplemente no conseguimos cosa alguna.

Llegada la hora nos trasladamos a la casa del maestro de ruso, quien vivía con su esposa e hijo en uno de los muchos departamentos de los complejos habitacionales. Él y su esposa nos recibieron con mucha amabilidad, tomamos té y les platicamos lo que nos pasó en los hoteles. El rostro del maestro empezaba a tener signos de preocupación, a Martha se le hizo fácil preguntarle si podíamos pasar la noche en su apartamento, pero casi se le sale el corazón. Resultó que, por haber vivido en un país capitalista (México), él no podía tener contacto más íntimo con extranjeros sin avisar a sus jefes; así que nuestra solicitud lo ponía en aprietos.

Finalmente estábamos tratando con un ser humano, así que nos permitió dormir en su sofá cama, pero nos advirtió que no podía ayudarnos más. Justo en la sala de ese departamento comencé a sentir el rigor de las consecuencias de actos inconscientes, pero ya estábamos en Moscú y yo debía resolver mi cambio de carrera, así que me la jugaría, esta vez con la certeza de estar en el desamparo.

Lo último que Martha y yo hicimos ese día fue cambiar unos dólares por rublos y precisamente le pedimos a ese maestro de ruso que nos ayudara. En un acto de honestidad, rectitud y estricto apego a las reglas que rayaba en estupidez, hicimos el cambio según se indicaba oficialmente, nadie en su sano juicio hacía lo que nosotros, pues se perdía mucho dinero debido a que el control sobre el dólar era fuerte y por ello en el mercado valía tres o cuatro veces más. Aunque, siendo sinceros, tampoco consideramos adecuado provocar que ese maestro se metiera en más problemas.

Al otro día la pareja debía ir a trabajar, nos levantaron temprano, nos dieron té negro con pan negro y mantequilla y nos despidieron. Martha y yo salimos con tiempo suficiente para llegar a la embajada y esperamos a que abrieran. Las puertas del edificio estaban flanqueadas por dos militares soviéticos muy serios. 

En cuanto abrieron la embajada entramos a exponer mi caso y, como si se tratara de la ley de Murphy, la agregada cultural no se encontraba porque que tenía permiso para faltar ese día y era la única persona que podía resolver mis asuntos. Antes de irnos de la embajada nos aseguramos de verificar que al día siguiente la señora se presentara para atendernos. Nos quedó el resto del día para pasear por Moscú y resolver dónde pasaríamos la noche...