Por Fabiola Martínez Díaz
Creo
que todos o la mayoría de los estudiantes que llegamos a la Facultad
Preparatoria (podfak), firmamos una carta compromiso donde sobresalían dos
obligaciones: participar y/o realizar actividades para dar a conocer nuestra
cultura y, la más importante, no debíamos salir más allá de unos treinta o
cuarenta kilómetros de nuestra ciudad asignada. Incumplir este acuerdo daba
derecho al gobierno de la URSS a deportarnos.
Para
salir a otra ciudad, requeríamos una visa y una invitación donde se indicara la
dirección donde pernoctaríamos. Si mis tovarish recuerdan bien, esto era una
odisea porque prácticamente no existían hoteles y éstos no admitían a un
extranjero sin su visa. Así que debíamos pedir a un conocido o amigo tramitar
la invitación para que nos permitieran pasar la noche en su residencia.
Iniciábamos
el segundo trimestre, a mi programa de estudios se agregaron asignaturas como biología,
química, física y matemáticas, ¡una locura!, para cursar estas materias se unieron
a nuestro grupo los estudiantes que eligieron medicina y química. Otro nivel de
conocimientos que a mí no me gustaba, volví a sentir ansiedad por mi situación
académica. Para entonces ya sabía que si no estudiaba algo que me encantara, al
menos viviría en una de las grandes ciudades. Por ello elegí la carrera de
filología o traducción e interpretación en la ciudad de Kiev y se lo comuniqué
al vicedecano.
El
vicedecano estaba contento por mí pero, para que la felicidad fuera completa,
yo debía tramitar el cambio a través de mi embajada… ¿Qué, qué? Afortunadamente
Martha siempre estaba cerca y me animó a lanzarnos a la aventura de viajar a Moscú.
En ese momento el vicedecano escribió las indicaciones para tramitar la visa de
ambas.
El
trámite fue rápido y sin preguntas. Ya en nuestro cuarto me di cuenta que no
teníamos resuelto el lugar para dormir, el vicedecano también olvidó pedir ese
dato. Para el espíritu aventurero y travieso de Martha no había comparación,
enseguida ella buscó los datos de su antiguo maestro de ruso y le llamó para
decirle que lo visitaríamos de paso por Moscú (pero nunca le dijo que queríamos
pernoctar en su casa, ¡ups!)
La
visa para resolver mi cambio de carrera nos permitía estar hasta una semana
hábil en Moscú; no sabíamos cuánto tiempo nos tomaría mis trámites, pero no
pensamos en ello, pues la insolencia de la juventud nos hizo suponer que todo
sería sencillo, como en nuestro país.
Fuimos
a la estación de tren y compramos nuestros boletos en la oficina de Intourist,
tomamos el tren al día siguiente, pasaríamos la noche viajando, como se
estilaba en tramos tan largos, creo que el trayecto era de unas doce horas.
El
primer día ubicamos las rutas para movernos en el metro, lo cual era sencillo por
su diseño, además que la belleza de numerosas estaciones hacía que quedáramos
boquiabiertas contemplando otro concepto de transporte público. También
obtuvimos la información para llegar a la embajada mexicana e hicimos nuestra
propia indagación para hospedarnos en un hotel. A pesar de tantas advertencias,
nos parecía absurdo e increíble que no pudiéramos reservar una habitación.
Incluso estábamos decididas a usar nuestros pocos dólares pero simplemente no conseguimos
cosa alguna.
Llegada
la hora nos trasladamos a la casa del maestro de ruso, quien vivía con su
esposa e hijo en uno de los muchos departamentos de los complejos
habitacionales. Él y su esposa nos recibieron con mucha amabilidad, tomamos té
y les platicamos lo que nos pasó en los hoteles. El rostro del maestro empezaba
a tener signos de preocupación, a Martha se le hizo fácil preguntarle si
podíamos pasar la noche en su apartamento, pero casi se le sale el corazón.
Resultó que, por haber vivido en un país capitalista (México), él no podía
tener contacto más íntimo con extranjeros sin avisar a sus jefes; así que
nuestra solicitud lo ponía en aprietos.
Finalmente
estábamos tratando con un ser humano, así que nos permitió dormir en su sofá
cama, pero nos advirtió que no podía ayudarnos más. Justo en la sala de ese
departamento comencé a sentir el rigor de las consecuencias de actos
inconscientes, pero ya estábamos en Moscú y yo debía resolver mi cambio de
carrera, así que me la jugaría, esta vez con la certeza de estar en el
desamparo.
Lo
último que Martha y yo hicimos ese día fue cambiar unos dólares por rublos y
precisamente le pedimos a ese maestro de ruso que nos ayudara. En un acto de honestidad,
rectitud y estricto apego a las reglas que rayaba en estupidez, hicimos el
cambio según se indicaba oficialmente, nadie en su sano juicio hacía lo que
nosotros, pues se perdía mucho dinero debido a que el control sobre el dólar
era fuerte y por ello en el mercado valía tres o cuatro veces más. Aunque,
siendo sinceros, tampoco consideramos adecuado provocar que ese maestro se
metiera en más problemas.
Al
otro día la pareja debía ir a trabajar, nos levantaron temprano, nos dieron té
negro con pan negro y mantequilla y nos despidieron. Martha y yo salimos con
tiempo suficiente para llegar a la embajada y esperamos a que abrieran. Las
puertas del edificio estaban flanqueadas por dos militares soviéticos muy
serios.
En
cuanto abrieron la embajada entramos a exponer mi caso y, como si se tratara de
la ley de Murphy, la agregada cultural no se encontraba porque que tenía
permiso para faltar ese día y era la única persona que podía resolver mis
asuntos. Antes de irnos de la embajada nos aseguramos de verificar que al día
siguiente la señora se presentara para atendernos. Nos quedó el resto del día
para pasear por Moscú y resolver dónde pasaríamos la noche...