1 de marzo de 2016

Querer ser, querer estar

Por Fabiola Martínez

Una vez alguien compartió conmigo una frase llena de sabiduría: “lo relevante en la vida es la actitud que tomas ante ella”. Eso lo supe hace unos diez años, quizás ocho. Sin embargo hoy que me siento a escribir la entrega del día, recuerdo y pienso en todo lo vivido y me doy cuenta de cuánto hay de cierto y aplicable en la frase.

El inicio del semestre y el cambio de carrera requirieron de mí un nuevo viaje a Moscú, debía realizar algunos movimientos con la agregada cultural de la embajada. Nuevamente Martha y yo aprovechamos la ocasión para organizar un pequeño paseo. Nuevamente los decanos de la Podfak olvidaron solicitarnos una carta de invitación con domicilio de pernocta. Insisto en pensar que esa omisión se debía a que daban por sentado que la embajada nos apoyaba con la estancia. Grave error. Afortunadamente el hogar de la familia Pilshikov ya estaba abierto para nosotras.

Las nevadas de ese año eran abundantes, sobre todo durante las noches, la temperatura permanecía fría pero estable, oscilando entre los menos diez y menos quince bajo cero. Bien abrigadas salimos hacia la estación de trenes con un par de horas de anticipación, el gusto por Moscú nos había movilizado para conocer los horarios fijos de las corridas a la gran capital.

Para los extranjeros, y más para los estudiantes con visa, comprar boletos era un asunto más que sencillo. En la estación había una ventanilla destinada sólo para nosotros, la de Intourist, era cuestión de llegar con tiempo y de tener los papeles listos.

Los viajes eran agradables, nos ofrecían té negro con pan y mantequilla, casi siempre compartíamos camarote con soviéticos, la mayoría de ellos fueron hospitalarios y nos convidaban de sus deliciosos panes con kolbazá. La calefacción era magnífica, las literas eran pequeñas pero todos nos las arreglamos para no caer.

Me gustaba ver por la ventana el paisaje nevado, Martha y yo solíamos pasar largo tiempo llenando nuestros sentidos de ese color blanco que contrastaba con las luces del alumbrado público o de la luna. También disfrutábamos el mezclarnos con nuestros compañeros de camarote y de esforzarnos por responder a sus preguntas sobre nuestra vida o nuestro país.

Una pregunta recurrente era: ¿te gusta nuestro país? Por lo regular contestábamos con un contundente sí, acompañado de una sonrisa de gratitud por la oportunidad de la experiencia. Creo que ese país no sólo me gustaba, ¡me encantaba!, adoraba ver la transformación que me generaba como individuo; adoraba también la confianza que me confería por cada paso logrado. A pesar de tener un dominio de lenguaje aún incipiente, en seis meses ya me movía con la misma naturaleza que se mueve un pez en el agua.

Mis asuntos en la embajada caminaron rápido, incluso recibimos la invitación a un cóctel que ellos organizaban. Los recuerdos me fallan, no sé si celebraban el fin de año o el día de la Constitución, la cosa es que habría fiesta ese día o al día siguiente.

Un número importante de estudiantes radicados en Moscú conocían las fechas fijas de fiestas que organizaba la embajada, nos explicaron también que, en teoría, todos los residentes de la URSS debíamos ser invitados a esas recepciones, pues se hacían, en la mayoría de los casos, para propiciar el reconocimiento mutuo de los mexicanos en el extranjero y conmemorar nuestras fechas patrias; nada más alejado de la realidad, pues lo cierto es que nunca recibí invitación alguna, como tampoco recibí carta alguna preguntando por mi salud, algo que me parecía muy desconsiderado, tomando en cuenta que yo, y muchos, éramos estudiante de intercambio cultural…

¡A la gorra ni quien le corra!, Martha y yo fuimos a la fiesta de la embajada, hubo buena comida, de beber creo que había vino y jugos de frutas, todo era típico de por esos rumbos. Allí nos encontramos con Juan, un estudiante de quinto año residente en Jarkov. Juan siempre tuvo el encanto de ser sociable con todos, incluso con la gente de la embajada, pues era el único con invitaciones fijas y agenda marcada para cada fiesta en Moscú.

Nuevamente Martha y yo caminamos por el centro de Moscú, por la Plaza Roja e incluso recorrimos los famosos almacenes ЦУМ y Gum. Seguro que también visitamos otro de los muchos museos del Kremlin.

Por alguna circunstancia que no recuerdo, nos enteramos que la diferencia en precio de un boleto de tren y uno de avión era poca. Así que decidimos regresar a Jarkov en avión.

¡Cuánta seguridad iba adquiriendo!, me gustaba el país, aprendí a sobrellevar el desabasto de toallas sanitarias y papel de baño, a cambio tenía una vida de aventura segura. Digo segura porque sabía que los soviéticos cuidaban cada paso que dábamos, así que deduje que difícilmente alguien querría hacernos daño.

Me gustaba también la versión de mí que estaba construyendo; meses atrás había tenido mi primer viaje en avión y ahora podía elegir entre un medio de transporte y otro… Mis horizontes y expectativas se ampliaban, al igual que lo hacía mi sentido de libertad y responsabilidad. Pero el aprendizaje apenas iniciaba.

La eficiencia del transporte público de Moscú era apabullante, pues se podía llegar en él al aeropuerto a pesar de la distancia. Estábamos contentas, pues el vuelo sería de unas dos horas máximo, según nuestros cálculos, nos evitaríamos incómoda pernocta en tren. La idea habría sido buena si hubiésemos considerado un ligero inconveniente: el estado del tiempo.

El vuelo comenzó bien, pero en el trayecto el panorama cambió debido a una fuerte nevada que nos impidió aterrizar directamente en Jarkov, por causa del mal tiempo el avión se desvió a otra ciudad, ubicada como a cuarenta minutos de nuestro destino. ¿Por qué no sabía de esto?, me preguntaba mientras lidiaba con un intenso dolor de cabeza, generado quizá por la fuerza de la calefacción, por el cambio tan repentino de altitud o quién sabe por qué rayos.

Si sumamos el tiempo de vuelo, el de desvío, el de espera y el de retorno a Jarkov, el tiempo ahorrado no valió todos los inconvenientes padecidos. Difícil fue nuestra curva de aprendizaje, todo era demasiado bueno para ser real. Aprendí bien mi lección y nunca más volví a buscar un viaje en avión a Moscú, después de todo, nada mejor para dormir que el arrullo del tren en movimiento.

Mi habitación y mi residencia eran mi todo, así que ansiaba llegar al hogar y descansar en mi pequeña cama. A pesar de cualquier inconveniente o dificultad estaba cómoda con mis elecciones, también estaba ávida de vivir ejerciendo esa libertad responsable que me otorgaba el vivir tan lejos de mi familia y país.

Aun cuando la vida continúa poniendo a prueba mi tenacidad, paciencia, inteligencia y perseverancia, todos los días se me presenta la oportunidad de ser y estar de manera íntegra, eso busco hacer cada día, si bien no siempre lo logro, de cada tropiezo o gran dificultad continúo generando valiosos aprendizajes y fortaleciendo mi actitud.