A la memoria de Marina
La vida es un
viaje, en el sentido más literal y coloquial que se imaginan. Me gusta pensar
que la muerte es también un viaje, en el que no sé a través de qué medios, ni
de qué conexiones emocionales, neuronales o celestiales, la gente que está
muriendo o que recientemente falleció emprende una especial despedida. Esto que
digo no lo sé de cierto pero lo supongo.
Cuando
Facebook hizo posible encontrar a ex alumnos de la ex Unión Soviética, hubo dos
personas con las que me empeñé en establecer contacto: Martha Méndez y Marina. Con
Martha pronto supe que no había disposición, vueltas de la vida… pero persistí
con Marina, saber de ella se había vuelto una necesidad injustificablemente
imperiosa.
Tardé
un par de meses en saber de ella y se debió a que nunca me aprendí sus
apellidos, primero busqué a Verónica Villaseñor, una de sus mejores amigas, pero
como no respondía a mis mensajes y preguntas sobre Marina decidí establecer
comunicación con Luis Enrique Ramos. ¿Por qué no anoté sus datos de casa?, ¿por
qué nunca recordé sus apellidos?, me preguntaba con reproche mientras que una urgencia
inexplicable por saber de Marina crecía cada día.
El
2 de septiembre de 2011 Luis Enrique por fin me contestó vía Facebook, luego, por
un correo electrónico me hizo saber que Marina había fallecido de cáncer el 25
de julio de 2011. La noticia me dejó helada… le llamé por teléfono y charlamos
un buen rato sobre el tema, a pesar de ello yo no podía asimilar las
circunstancias de su muerte y tampoco mi urgencia por saber de ella.
Me
gusta pensar que al mismo tiempo que busqué saber de Marina, ella también buscaba
una forma de despedirse de su gente querida, incluidas las personas como yo,
que la llevábamos en nuestro corazón con inmensa gratitud por estar cerca y
dispuesta siempre que la necesitamos, por regalarnos valiosos espacios de su
tiempo ante nuestra ignorancia e impotencia de recién llegados a la URSS. Contadísimas
personas estuvieron dispuestas a regalarnos ese tiempo, pero Marina siempre lo
hizo.
Solidaridad
y empatía son conceptos harto escuchados y poco vividos. Yo soy afortunada al
haber vivido entre tantos gestos de empatía, cariño, compañerismo y solidaridad
con la mayoría de los estudiantes que llegaron a vivir a la residencia de la
calle Otakara Yarosha. Siendo tan jóvenes en un país lejano, la solidaridad y
empatía podían hacer la diferencia entre vivir, sobrevivir o rendirse e incluso
perecer.
Verónica
Villaseñor, con su ejemplo, me enseñó mucho, la encontraba en la universidad camino
a la biblioteca, corriendo en la calle o en la pista que estaba frente a mi
residencia. Ella y Seguei lograron traspasar la barrera política de los
soviéticos y se hicieron novios. Verónica me impulsó a buscar ejercitarme
aunque no fuera con clases de ballet, gracias a ella aprendí a trotar en
invierno, primavera, otoño o verano.
La
relación con Diana era más bien como de hermana mayor, hablábamos de su novio,
nos compartía las tristezas y alegrías de su amor. Con ella anduve el camino de
lo cotidiano, podía confesarle todos mis miedos sin temor a ser juzgada. Desafortunadamente
Diana tampoco vive para saber la huella que su presencia dejó en mi vida.
Los
encuentros con Isabel fueron más fortuitos, pero siempre tuvo disposición de
conversar conmigo, de aclarar dudas, de ayudarme a interpretar esa vida que yo
había escogido lejos de casa.
Hermandad
latinoamericana… ¿realidad o cliché?
El
relativo abandono y oscuridad de mi residencia estudiantil se iluminaba con todos
los colores de la alegría cuando estaba cerca de los estudiantes dominicanos. De
todos los latinoamericanos que conocí, los dominicanos eran las personas más
cálidas y con mayor capacidad de disfrutar de los pequeños lapsos de alegría
que nos daba la vida en ese momento, al mismo tiempo que sentíamos la carga de
no estar con los nuestros, entre lo que nos era familiar: casa, barrio,
colonia, país.
Frank
era el estudiante dominicano de cuarto o quinto curso que compartía su tiempo
para guiar a sus compatriotas recién llegados. También fue espléndido conmigo
al compartirme de su tiempo para darme otro punto de vista sobre la experiencia
de vivir en Jarkov.
Ir
a una fiesta de dominicanos en Jarkov equivalía a llenarse el corazón de
genuino disfrute por la música y por el “merengue”, no había “poses” (como el
caso de numerosos cubanos), bailar con ellos implicaba dejar a un lado
cualquier tristeza y sentir la vida al mismo tiempo que movíamos las caderas.
¿Por
qué doy tanto valor a quienes me convidaron de su alegría? Porque en ese
entonces como hoy, he visto que los mexicanos e infinidad de latinoamericanos
nos sumamos con más facilidad a todo lo negativo y somos más exitosos al
generar la cultura de la pobreza humana: negatividad, queja, victimización.
En
el contexto social y cultural que les he narrado desde el inicio de mi blog,
quienes tuvieron la capacidad de trasladarme a ver y sentir otros ángulos de la
misma escena, me salvaron de ser arrastrada por la inercia de la gente negativa,
de la que todo el tiempo se quejó de todo pero permaneció años y años bajo el
cobijo de ese país y de esa sociedad que nos acogió.
Para
mí, la hermandad latinoamericana es una realidad tangible. Mejor aún, la
hermandad mundial es posible, pues sin el apoyo mutuo de nicaragüenses,
peruanos, ecuatorianos, chipriotas, camboyanos, ucranianos, rusos, chilenos,
marroquíes, etc., mi estancia en la URSS habría sido imposible.
Vale
reflexionar algo fundamental en la consideración que acabo de expresar, con
excepción de los cubanos, checoslovacos, polacos y todos los estudiantes que
pertenecían al llamado “bloque socialista”, así como algunos estudiantes que
fueron enviados directamente por el partido comunista de su país, los jóvenes que
llegamos a estudiar a la URSS hicimos grandes esfuerzos por ganarnos ese lugar,
pagamos un boleto de avión y dejamos un poco sangradas las finanzas de nuestras
familias para llevarnos algunos dólares, ropa y zapatos nuevos.
Creo
que, prácticamente a cualquier edad, cuando lo que tenemos nos ha costado
sangre, sudor y lágrimas, difícilmente nos alejamos de nuestro objetivo principal,
por eso, a los estudiantes que vivíamos en la residencia de Otakara Yarosha y a
quienes nos apoyaron durante nuestros primeros pasos, de forma casi natural nos
asistía tener la disposición a ser solidarios, empáticos, respetuosos y dignos.
Haciendo
un recuento de mi vida, soy una persona afortunada porque sigo encontrando
gente solidaria y empática, gente dispuesta a destinarme valiosos minutos de su
vida, esas personas siempre harán una diferencia, al menos en mí dejan huella.