2 de junio de 2015

Marina, Verónica, Isabel y Diana al otro lado del mundo (parte 2)


A la memoria de Marina

La vida es un viaje, en el sentido más literal y coloquial que se imaginan. Me gusta pensar que la muerte es también un viaje, en el que no sé a través de qué medios, ni de qué conexiones emocionales, neuronales o celestiales, la gente que está muriendo o que recientemente falleció emprende una especial despedida. Esto que digo no lo sé de cierto pero lo supongo.

Cuando Facebook hizo posible encontrar a ex alumnos de la ex Unión Soviética, hubo dos personas con las que me empeñé en establecer contacto: Martha Méndez y Marina. Con Martha pronto supe que no había disposición, vueltas de la vida… pero persistí con Marina, saber de ella se había vuelto una necesidad injustificablemente imperiosa.

Tardé un par de meses en saber de ella y se debió a que nunca me aprendí sus apellidos, primero busqué a Verónica Villaseñor, una de sus mejores amigas, pero como no respondía a mis mensajes y preguntas sobre Marina decidí establecer comunicación con Luis Enrique Ramos. ¿Por qué no anoté sus datos de casa?, ¿por qué nunca recordé sus apellidos?, me preguntaba con reproche mientras que una urgencia inexplicable por saber de Marina crecía cada día.

El 2 de septiembre de 2011 Luis Enrique por fin me contestó vía Facebook, luego, por un correo electrónico me hizo saber que Marina había fallecido de cáncer el 25 de julio de 2011. La noticia me dejó helada… le llamé por teléfono y charlamos un buen rato sobre el tema, a pesar de ello yo no podía asimilar las circunstancias de su muerte y tampoco mi urgencia por saber de ella.

Me gusta pensar que al mismo tiempo que busqué saber de Marina, ella también buscaba una forma de despedirse de su gente querida, incluidas las personas como yo, que la llevábamos en nuestro corazón con inmensa gratitud por estar cerca y dispuesta siempre que la necesitamos, por regalarnos valiosos espacios de su tiempo ante nuestra ignorancia e impotencia de recién llegados a la URSS. Contadísimas personas estuvieron dispuestas a regalarnos ese tiempo, pero Marina siempre lo hizo.

Solidaridad y empatía son conceptos harto escuchados y poco vividos. Yo soy afortunada al haber vivido entre tantos gestos de empatía, cariño, compañerismo y solidaridad con la mayoría de los estudiantes que llegaron a vivir a la residencia de la calle Otakara Yarosha. Siendo tan jóvenes en un país lejano, la solidaridad y empatía podían hacer la diferencia entre vivir, sobrevivir o rendirse e incluso perecer.

Verónica Villaseñor, con su ejemplo, me enseñó mucho, la encontraba en la universidad camino a la biblioteca, corriendo en la calle o en la pista que estaba frente a mi residencia. Ella y Seguei lograron traspasar la barrera política de los soviéticos y se hicieron novios. Verónica me impulsó a buscar ejercitarme aunque no fuera con clases de ballet, gracias a ella aprendí a trotar en invierno, primavera, otoño o verano.

La relación con Diana era más bien como de hermana mayor, hablábamos de su novio, nos compartía las tristezas y alegrías de su amor. Con ella anduve el camino de lo cotidiano, podía confesarle todos mis miedos sin temor a ser juzgada. Desafortunadamente Diana tampoco vive para saber la huella que su presencia dejó en mi vida.

Los encuentros con Isabel fueron más fortuitos, pero siempre tuvo disposición de conversar conmigo, de aclarar dudas, de ayudarme a interpretar esa vida que yo había escogido lejos de casa.

Hermandad latinoamericana… ¿realidad o cliché?

El relativo abandono y oscuridad de mi residencia estudiantil se iluminaba con todos los colores de la alegría cuando estaba cerca de los estudiantes dominicanos. De todos los latinoamericanos que conocí, los dominicanos eran las personas más cálidas y con mayor capacidad de disfrutar de los pequeños lapsos de alegría que nos daba la vida en ese momento, al mismo tiempo que sentíamos la carga de no estar con los nuestros, entre lo que nos era familiar: casa, barrio, colonia, país.

Frank era el estudiante dominicano de cuarto o quinto curso que compartía su tiempo para guiar a sus compatriotas recién llegados. También fue espléndido conmigo al compartirme de su tiempo para darme otro punto de vista sobre la experiencia de vivir en Jarkov.

Ir a una fiesta de dominicanos en Jarkov equivalía a llenarse el corazón de genuino disfrute por la música y por el “merengue”, no había “poses” (como el caso de numerosos cubanos), bailar con ellos implicaba dejar a un lado cualquier tristeza y sentir la vida al mismo tiempo que movíamos las caderas.

¿Por qué doy tanto valor a quienes me convidaron de su alegría? Porque en ese entonces como hoy, he visto que los mexicanos e infinidad de latinoamericanos nos sumamos con más facilidad a todo lo negativo y somos más exitosos al generar la cultura de la pobreza humana: negatividad, queja, victimización.

En el contexto social y cultural que les he narrado desde el inicio de mi blog, quienes tuvieron la capacidad de trasladarme a ver y sentir otros ángulos de la misma escena, me salvaron de ser arrastrada por la inercia de la gente negativa, de la que todo el tiempo se quejó de todo pero permaneció años y años bajo el cobijo de ese país y de esa sociedad que nos acogió.

Para mí, la hermandad latinoamericana es una realidad tangible. Mejor aún, la hermandad mundial es posible, pues sin el apoyo mutuo de nicaragüenses, peruanos, ecuatorianos, chipriotas, camboyanos, ucranianos, rusos, chilenos, marroquíes, etc., mi estancia en la URSS habría sido imposible.

Vale reflexionar algo fundamental en la consideración que acabo de expresar, con excepción de los cubanos, checoslovacos, polacos y todos los estudiantes que pertenecían al llamado “bloque socialista”, así como algunos estudiantes que fueron enviados directamente por el partido comunista de su país, los jóvenes que llegamos a estudiar a la URSS hicimos grandes esfuerzos por ganarnos ese lugar, pagamos un boleto de avión y dejamos un poco sangradas las finanzas de nuestras familias para llevarnos algunos dólares, ropa y zapatos nuevos.

Creo que, prácticamente a cualquier edad, cuando lo que tenemos nos ha costado sangre, sudor y lágrimas, difícilmente nos alejamos de nuestro objetivo principal, por eso, a los estudiantes que vivíamos en la residencia de Otakara Yarosha y a quienes nos apoyaron durante nuestros primeros pasos, de forma casi natural nos asistía tener la disposición a ser solidarios, empáticos, respetuosos y dignos.

Haciendo un recuento de mi vida, soy una persona afortunada porque sigo encontrando gente solidaria y empática, gente dispuesta a destinarme valiosos minutos de su vida, esas personas siempre harán una diferencia, al menos en mí dejan huella.