Por Fabiola Martínez
Mirando las fotos de mi época en la URSS me di cuenta de que pasé por alto un suceso significativo del verano de 1987; por todo el aprendizaje que tuve a través de esa vivencia, me tomo la licencia de retroceder un poco en mi historia.
Algunos de los desafíos de ser estudiante extranjero en la URSS y provenir de un país capitalista era visitar algún otro país europeo, regresar con alguna grabadora o electrodoméstico para venderlo a los soviéticos y duplicar la inversión.
Como no contaba con divisas suficientes y como tampoco hice nexos con otros estudiantes que me generaran confianza para realizar largos viajes en trenes, tampoco hice esfuerzos para lanzarme a España, Italia o mínimo Alemania del Este, así 'a la viva México'.
Sin embargo no quería quedarme con esa 'espina clavada', así que aproveché que Valeri pasaría el verano con su familia materna y le pedí apoyo logístico para visitar una ciudad fuera de la URSS.
A principios de agosto de 1987 tomé un tren desde Kiev con rumbo a Bratislava, capital de la República Eslovaca que en ese tiempo conformaba Checoslovaquia. El recorrido sería de unas 34 horas, así que lo tomé con calma. La mayor parte del tiempo la pasé o durmiendo o fuera del camarote contemplando el paisaje.
Observar ha sido una de mis mejores herramientas de aprendizaje y ese viaje me enseñó mucho. Me percaté de las enormes carencias de la gente que vivía en los campos ucranianos, entre el verdor de la naturaleza destacaban los techos y la vestimenta grisáceas, «¿por qué todo me parece tan triste?», luego me reproché, «Fabiola, creo que sigues deslumbrada por Leningrado» Creo que amanecía cuando llegamos a la frontera, la persona encargada del vagón nos gritó que preparáramos nuestros documentos.
Tener un pasaporte mexicano me daba grandes ventajas, en mi infinita ignorancia sólo investigué si requería visa a Eslovaquia, nunca me enteré qué pasaba si tocábamos el territorio de algún otro país. Pronto supe que, gracias al trabajo diplomático que históricamente ha tenido mi país, había un número importante de países europeos que nos daban libre tránsito, así de afortunados somos los mexicanos.
Alguien pasó y nos dijo que cerrarían los baños y que no debíamos alejarnos de nuestro camarote. Luego, de la forma más sincronizada sentí mucho movimiento y ruido de fierros fuera del vagón, como si jalaran enormes cadenas. No sé si los oficiales de migración o aduana pasaron primero, pero todos los agentes daban miedo, eran toscos y tenían una mirada penetrante.
La revisión de pasaportes y de camarotes coincidió con el momento en que sentí que se elevaba el vagón. Como decimos en México 'estaba apendejada' y lo digo así de directo porque no encuentro otra forma de describir las sensaciones, pues en realidad el vagón se había elevado.
Luego vi entrar a los oficiales a cada camarote y, cuando llegaron al mío noté que abrieron una especie de tapa en el techo con la resolución con la que buscan los perros de caza. Luego preguntaron cuáles eran mis pertenencias y siguieron. Honestamente no vi que los oficiales trataran mal a nadie, ni que fueran déspotas o groseros, como sí lo han sido conmigo en el aeropuerto JFK; lo cierto es que todos sus movimientos, su manera de andar, su forma de darnos instrucciones sí infundían miedo, es algo que no puedo explicar.
La revisión prácticamente coincidió con el descenso del vagón... Nuevamente se escucharon los ruidos del metal.
Me enteré que esas dos horas de cruce de frontera se usaban para cambiar para revisar papeles, vagones y para cambiar las ruedas del tren por unas más angostas. ¿Para qué y por qué?, lo que me contaron fue que, como consecuencia del terror de la Segunda Guerra Mundial y paranoia de la Guerra Fría, la URSS poseía un sistema de rieles más ancho que el resto de Europa, con ello se pretendía retrasar uno de los posibles frentes de invasión.
Fue así y allí donde se hizo tangible para mí la existencia de la Guerra Fría y el área de influencia del país a donde me había ido a estudiar. Hasta entonces, lo que sabía del conflicto entre las dos potencias provenía de los 'cuentos chinos' que nos llegaban a México del vecino del norte.
El tren continuó su camino y regresé al bello placer de observar a través de la ventana. En pocas horas aparecieron los campos de cultivo y las casas post frontera. Para mi sorpresa las viviendas campesinas estaban cuidadas y pintadas con colores lindos, muy alegres, un evidente contraste con las del campo ucraniano. En adelante, los colores del verano mezclado con la forma de vida se mostrarían más vivos.
En ese viaje se reveló uno de los aspectos oscuros de la utopía socialista: la tristeza crónica de un campo que vivió la colectivización soviética mediante el genocidio de sus campesinos se manifestaba en sus ropas y viviendas. Por primera vez tomé conciencia de cómo el estado de ánimo personal y colectivo influye en el entorno que creamos. Teoría personal que se fortaleció cuando llegué a Bratislava y recorrí la hermosa ciudad.
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Vista de Bratislava desde su emblemático castillo feudal. Fotografía tomada en 1987. |