A
lo largo de años he tenido la fortuna de contar con la deferencia de la buena
conversación de mis médicos, gente sensata no sólo por su especialidad y
experiencia, también por la humildad que adquirieron a través del trato humano
hacia sus pacientes. Alguna vez alguno me explicó que, si no hay una crisis
depresiva severa, en un día las personas podemos experimentar momentos de
alegría, tristeza, buen humor, etcétera.
Yo
no fui la excepción. Ante la noticia del error en la asignación de mi carrera,
busqué conversar con todas las personas que me fuera posible. ¿La razón?,
porque al contar el suceso una y otra vez, además de verbalizar los hechos, me
escuchaba y eso ayudaba a desenmarañar mis pensamientos; también porque se
enriquecían mis perspectivas de la situación al conversar con personas más
experimentadas en la vida académica de la URSS.
Quien
sí tuvo que aguantar vara*, como
decimos en México, fue Martha, ¡mis respetos para ella!, sobrellevaba mi perorata de camino a la escuela, en la
habitación, a la hora de la comida e incluso antes, durante y después de lavar
la ropa.
Mi
residencia estudiantil se dividía en dos alas, la de mujeres y la de hombres.
Al final de cada largo pasillo se encontraban los sanitarios (a la derecha), la
cocina y los lavamanos o lavabos (a la izquierda).
No
había lavadero ni lavadora, debíamos lavar a mano en el área de lavabos, por
eso pronto nos acostumbramos a llevar la ropa en palanganas… ¡Toda una odisea
para mí!, persona de familia pobre, sí, pero acostumbrada a tallar en el lujo
del lavadero, a usar una lavadora redonda que exprimía con rodillos y a tender al
sol la ropa.
Íbamos
Martha y yo camino a los lavabos hablando más de lo mismo, cuando nos percatamos
de que en la cocina había un grupo mixto de personas que hablaban algo parecido
al español. Su conversación era en tono muy alto, pensamos que peleaban pero no
fue así, por ello pusimos más atención en lo que decían, ¡por fin algo distrajo
mis obsesivas preocupaciones!
Tratar
de descifrar el país de origen de quienes conversaban a gritos, se volvió un
reto para nosotras. Estábamos en una verdadera encrucijada porque aunque lográbamos
distinguir una que otra palabra en algo parecido al español, luego alguien decía
otra frase que definitivamente nos llevaba a pensar que podía tratarse de algún
dialecto derivado del portugués.
Los
de la cocina no tenían apariencia de árabes, tampoco de africanos, más bien
parecían latinoamericanos pero ni Martha ni yo podíamos afirmarlo porque no
entendíamos nada. Es más, terminando de lavar nos quedamos recargadas en la
amplia ventana del pasillo para escuchar con más atención. Entonces logramos
distinguir un mayor número de palabras en español.
Como
la intriga me consumía, aproveché que una de las chicas salió de la cocina y le
dije:
—¿Hablas
español?
—Sí.
—¿De
qué país eres?
—De
Cuba chica.
—¡Y
tú eres de México!
—¿Cómo
lo sabes?
—Por
el cantadito, son inconfundibles por el cantadito.
Primero,
a Martha y a mí se nos cayó la quijada por la sorpresa, jamás nos cruzó por la
mente que los cubanos hablaran así, pues al menos yo por muchos años escuché el
programa de radio llamado La tremenda
corte, con el legendario Trespatines,
y esto que vivíamos, además de no entenderlo, lo superaba por mucho… Después
nos dio un ataque de risa por las elucubraciones que Martha y yo hicimos, así
que acabamos entablando una amable conversación con esa cubana.
Mi
memoria ya no recuerda con claridad el rostro como para afirmar el hecho, pero
la intuición me indica que “la chica” era mi entrañable amiga Alina o en su
defecto Diana, no menos entrañable. Para que Alina (o Diana) no pensaran mal de
nuestra reacción, le contamos lo que vimos y los motivos que nos llevaron a
acercarnos a ella. La mujer no paraba de reír y gritó hacia la cocina…
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Con mis amigas cubanas, en la residencia de descanso invernal. |
—¡Caballeros
vengan acá y oigan este cuento!
Todos
los cubanos se divirtieron con la historia. Los varones nos contaron que iban a
tener contacto con nosotras porque cocinarían con las chicas, creo que más bien
se pegaron como lapas a las chicas para garantizar los primeros días de
sobrevivencia. Con el paso del tiempo el grupo se organizó de otras maneras,
eso sí, nunca dejaron de hablar a gritos, como si discutieran.
De
los cubanos me impresionó la manera tan rápida de adquirir utensilios para
cocinar, además estaban preparando arroz blanco y creo, carne molida, o papas… Sentimos
envidia porque el aroma se nos hizo familiar a la sazón de casa… ¡y yo que
había comido betabel crudo!
Definitivamente
el suceso me hizo vivir momentos de alegría genuina, hablar una y otra vez de
ello también se convirtió en una anécdota digna de contar, era una más de las
extrañezas que experimentaba en el día a día lejos de casa; también ayudó a
contrarrestar la cansada perorata sobre mi dilema profesional.
Los
cubanos no llegaban a la URSS a estudiar la Podfak, pues ellos la estudiaban en
Isla. Entendí que para este grupo de cubanos, los planes académicos fueron
diferentes porque las autoridades educativas cubanas, se dieron cuenta que el
nivel de ruso con el que llegaban sus becarios no era tan eficiente como para
“soltarlos al ruedo” en la facultad, sobre todo porque este equipo estudiaría
Matemáticas; había mayores pretensiones de que lograran sacar el máximo
provecho.
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La sonrisa de Diana, siempre tan alegre. |
Ese
grupo de cubanos no se pareció a ningún otro grupo que conocí a lo largo de mi
estancia en la URSS. Ya estando en la carrera, lo común fue que las cubanas y
cubanos llegaran de práctica por un año, mismo que usaban para comprar todo lo
que podían y también para “ligar” con todo lo que se moviera. La mayoría de los
que llegaban directo a su carrera hacían lo mismo, sólo que con menos
intensidad porque sabían que les quedaba tiempo por delante.
Aun
cuando establecí una relación cordial y hasta amistosa con todas las chicas
cubanas de mi piso (Ivonne y Amada), fue con Alina y Diana con quien sentí una
verdadera proximidad, una disposición más sincera por conocernos. Gracias a la
confianza que generamos pude comprender muchas conductas de sus compañeros de grupo;
mismas que se reforzaron y profundizaron con mi estancia posterior en Cuba por
casi tres años.
* Frase del poema "Las dos linternas", del español Ramón de Campoamor.
* Aguantar vara es una expresión del vocabulario cotidiano de los mexicanos, sobre todo del centro del país. Según el contexto, puede referirse a resistir, tolerar, sobrellevar, aguantar, tener fortaleza para.