27 de octubre de 2015

No hay mal que dure cien años

Parte 2
Por Fabiola Martínez 


Supe que estaba en una encrucijada de vida cuando el Decano de la Podfak me mandó llamar. Además de preguntarme cómo estaba, me hizo saber que, independientemente de mi cambio de carrera debía aprobar los cursos de Ruso, Biología, Química y Física. El Decano hizo énfasis en mi deber de asistir a todas las clases, pues en el último mes me estaba quedando dormida y no llegaba a Física.

Para mi sorpresa, a las clases de Biología sí asistía, a las de Química lo hacía de forma un tanto irregular pero, donde sí no tuve medida fue en Física, creo que sólo me presenté a las dos primeras clases y cuando retomé el curso, llegué tarde, obvio porque no me podía levantar y era a la primera hora. Mi reintegración a esa materia fue singular, a eso de las ocho quince am, abrí la puerta de mi grupo y un profesor de barba -muy al estilo de la moda del siglo XIX-, se distrajo y preguntó si estaba perdida.
-No, este es mi grupo, vengo a clase.
-¡Pues mucho gusto en conocerla!, ¡por poco y llega usted sólo al final del curso!
Lo que dijo y cómo lo dijo hizo que todos riéramos, pero yo además me sentí apenada y con cargo de conciencia por faltar tanto a clases.

Ese día quise morir, era impresionante todo lo que los compañeros estaban mirando, todos, incluida Martha, tenían un nivel muy bueno de matemáticas. Todos sabían multiplicar y dividir enormes sumas haciendo uso de estrategias universales, yo no encuentro otra razón, chicos de diversos países hablaban un lenguaje común mientras yo me decía: ¡Eso sí lo vi en la prepa!, lo sabría resolver si me dejaran usar la calculadora.

¡He allí el enorme problema!, nunca aprendí el origen del lenguaje matemático porque en mi preparatoria todo se resolvía apretando botones. Yo pensaba que Martha me llevaba ventaja por haber cursado la educación básica en una escuela privada de buen nivel pero, ¿y los demás?, en esos momentos eché chispas contra mis maestros por hacernos creer que sabíamos algo al obtener una nota aprobatoria, pero creo que ceder el lugar a la calculadora fue clave, aunque quizá el problema tenía asuntos de más fondo.

Cualquiera de ustedes puede llamarlo un mal de viejos, pero en mi país está sucediendo algo peor con el uso casi "santificado" de las famosas Tecnologías de la Información y la Comunicación, creo que darle tanto poder a esas "herramientas" le hará tanto daño a los alumnos como el que me hicieron mis maestros de matemáticas en su tiempo. Ahora los padres de familia y maestros piensan que con una tableta, los chicos se convierten en seres extraordinarios por las habilidades desarrolladas desde temprana edad. El tiempo tendrá la última palabra.

Mi caída libre también se reflejaba en mi vida fuera de la universidad. Martha y yo comenzamos a ser cómplices en compartir atracones de pasteles, helados y toda clase de golosinas. Ambas nos quejábamos del sobre peso pero no resistíamos la ocasión de comer como desesperadas.

El punto de quiebre tuvo lugar una tarde que regresamos de la escuela y compramos un pastel de chocolate completo. Como dos alcohólicos en rehabilitación, la ansiedad se apoderaba de nosotras en la medida que nos acercábamos a la residencia. Ya en la habitación, sentadas a la mesa, cortábamos una rebanada tras otra mirándonos con honestidad y comentando las preguntas vitales que nos atormentaban: ¿continuamos con este reto o nos regresamos a México?, ¿vale la pena echarlo todo por la ventana por estar de nuevo cerca de nuestros seres amados?, ¿estamos dispuestas a soportar y vivir nuestra derrota por estar nuevamente en la zona de confort?

Entre una pregunta y otra, entre una razón y otra, entre una justificación y otra, habíamos devorado más de la mitad de la torta de chocolate. Martha y yo nos miramos con determinación y aseveramos, ¡esto no puede continuar así!, ¡debemos elegir!

Ambas decidimos salir de la residencia y buscar la forma de canalizar todo ese peso que llevábamos a cuestas. Recuerdo claramente que esa tarde nevaba suavemente, los días previos también había nevado y todo el piso era un colchón de nieve... Me sentí segura y, luego de cruzar la calle, comencé a correr y a gritar con toda mi fuerza.

Al mismo tiempo que corría y gritaba con mis sentimientos hechos nudo, iba tomando conciencia del alcance de mis actos. Mi mente también se aclaraba. Fueron momentos vitales y decisivos, pues supe con certeza que me quedaría, supe también que estaba dispuesta a pagar el precio, supe que el autor de la destrucción de lo que me había construido con tanto esfuerzo, no iba a ser yo.

Esa salida fue una especie de exorcismo, una vez que crucé la puerta para regresar a la residencia, no daría marcha atrás. Quitar de mí los pésimos hábitos no fue sencillo, requerí poner más empeño, sin embargo tenía la certeza que lo lograría.