Por Fabiola Martínez
Hay etapas de la vida cuando los "antes" y "después" son particularmente visibles. A casi un año de haber partido de mi casa materna, los cambios más visibles fueron los físicos; como se aprecia en la fotografía que Martha y yo nos tomamos en la Plaza Roja el feliz día que regresamos a México para el verano.
![]() |
Así regresé a México el verano de 1986 |
Gracias al carácter desprendido de Martha, tuve ropa de verano para sobrellevar mi sobrepeso; en esta imagen, por ejemplo, la falda y los zapatos son de ella.
Para mí, los grandes cambios de mi esencia se reflejaban en mi desenvoltura y seguridad. Recuerdo que llegamos al aeropuerto Sheremitevo como a las diez de la noche, solas y en taxi. Nos registramos y cruzamos aduana de manera autónoma y eficaz, ¡cuántos logros!
En ese tiempo Aeroflot no asignaba asientos, así que para evitar las incomodidades de la estrechez de los espacios del Tupolev o Antonov, hicimos una larga y fructífera fila a la entrada del túnel que nos conduciría al avión. Fue buena la jugada porque obtuvimos los primeros asientos de la clase turista.
En cuanto se pudo, las azafatas sirvieron la cena, ¡y qué cena! Para empezar nos dieron caviar negro sobre pan con mantequilla o galletas; mi limitado paladar no había probado nunca tal cosa, me vino a la mente un anuncio de servilletas Liz que dos años antes estuvo sonando en la televisión mexicana. En él se asociaba glamour, buen gusto y caviar.
¿Será verdad?... La idea de probar algo de aquello inalcanzable me hizo dar el paso y probar el bocadillo. Me lo comí poco a poco y pronto superé su fuerte sabor para comenzar a degustarlo. Me agradó. Luego nos entregaron un juego de cubiertos de metal, nada parecido a lo que viví en mi primer vuelo, además nos sirvieron una pieza de pechuga de pollo de excelente tamaño; té negro, jugos y agua. La cena me pareció deliciosa.
![]() |
Así dejé México en agosto de 1985. |
Llegando a México nos esperaba la familia de Martha, mi madre, mi hermana Paty y un par de amigos y familiares más. La felicidad de mamá era indescriptible, mis familiares ya se habían mentalizado para verme con sobrepeso, pero por la expresión de su cara imagino que no pensaban verme tan cambiada en mi aspecto.
Yo estaba feliz y al mismo tiempo me sentía confundida, ajena, un poco fuera de lugar. Como si me hubiera transportado de una dimensión a otra por obra y gracia de algo equivalente al túnel del tiempo.
El sol, los tumultos, el bullicio, la alegría de la gente por los partidos del Mundial de fútbol, el tan peculiar aroma a cebolla y cilantro de la estación metro Merced. La vida en ese lado del planeta continuó su curso sin mí; mi hermana Tere tuvo a un hermoso bebé, mi sobrino José de Jesús, mi adorada Carla había aprendido más. Mi amado Adolfo había regresado a vivir a casa después de terminar sus estudios de Biología. En esas vacaciones comencé a vivenciar la diferencia entre el ser y el estar.
Lo mejor de esas vacaciones fue sentir a mamá, sus abrazos, besos y caricias, lo extraño fue escuchar su cambiada voz. Supe que mamá había enfermado de la garganta por todo lo que implicó emocionalmente mi partida de casa, ella perdió la voz un tiempo y la fue recuperando con dificultad. Siempre pensé que perdió la voz por no gritarme que me quedara, por no suplicar que desistiera, ese fue uno de los precios que pagó para no cortar mis alas.
En este análisis retrospectivo confirmo que fui (y soy) una persona valiente y decidida, pero en ese entonces fue más valiente mi madre. Una vez más corroboro que la escuela es el lugar donde recibimos una instrucción académica y una educación curricular, sí, pero la principal labor es de los padres, de su presencia o ausencia, de sus valores, congruencia y entereza depende mucho del rumbo que tome la vida de sus hijos.
Termino esta entrega con unas lúcidas palabras que alguna vez me compartió mi amiga Belinda Sánchez:
Nosotras, que somos de diferentes países, estamos unidas por una experiencia común que fue estudiar en la URSS. Creo que pertenecemos a una especie diferente, que formó parte de una gran aventura, que emprendimos muchos años atrás, como otros estudiantes. ¡Qué experiencia! y qué valientes fuimos nosotras y nuestros padres que nos enviaron a un país completamente desconocido y tan diferente. En donde, según me decían antes de mi viaje, era un país donde nunca salía el sol y un país del eterno invierno. ¡¡¡Qué calor pasé mi primer verano en Minsk!!! Yo había llevado sólo ropa de invierno influenciada por esas afirmaciones.
¡¡¡Qué jovencitas éramos!!!
La sensación es, como si hubiéramos sido animalitos acabados de nacer y lanzados al mar, sólo con el instinto de supervivencia como acompañante en el inmenso océano que era la URSS. En ese proceso, aprendimos y desaprendimos experiencias únicas e irrepetibles. Tenemos una caja llena de vivencias que recordar y para contar...