Por Fabiola Martínez
Hace unos días, en México sonaron
impactantes noticias sobre la muerte de ocho compatriotas en Egipto. No
faltaron los personajes que de inmediato alzaron sus voces para exigir al gobierno (algo rabiosos), esclarecer tan
lamentables hechos. La experiencia que recuerdo de esos días es que todos
buscaban beneficio político o mediático sin comprender o ser conscientes de cómo
se enquista la ignorancia ante tales reacciones, después de todo, ¿qué sabemos
nosotros de lo que significa vivir en una guerra casi permanente?, ¿qué entendemos
de cada contexto histórico y político de los llamados países de Medio Oriente y África?, ¿cómo vive un ciudadano común siendo
vecino de Israel o Libia, cerca de una Siria que enfrenta éxodo, muerte y violencia?, ¿cómo se sobrevive a los
genocidios? La peor parte, para mí, es que pocos se interesaron por contarnos sobre cada individuo que
falleció, sobre lo qué amaban, lo qué les estremecía, además del contexto que vive un Egipto que hace cinco años vivió la tan aplaudida "Primavera árabe".
Un tema de charla recurrente entre
quienes llegábamos a la URSS en mis años de estudiante, fue el de la fotografía. A pesar de
que siempre me ha gustado no me interesé
en averiguar por qué había tanta obsesión por adquirir diversos equipos fotográficos
soviéticos. Las experiencias compartidas con mis compañeros de Campuchía me
instruyeron en el tema.
Desde el inicio de mis clases
compartí grupo con cuatro estudiantes del país asiático ya mencionado. Sus
nombres forman parte de la sensible pérdida de memoria histórica de esa parte
de mi vida, sin embargo, recuerdo gestos, movimientos, sonrisas y aventurillas
compartidas cada vez que veo las pocas fotografías que tengo de Jarkov, que por
cierto se las debo a ellos.
Al inicio de clases todos nos
presentamos y conversamos, usando un limitadísimo idioma ruso, sobre nuestro
país de procedencia. Antes de esos ejercicios escolares nunca supe de la existencia
de ese país, lo encontramos gracias a la información vertida en un mapa del
mundo.
En 1985, conviviendo con mis
compañeros asiáticos, supe que Campuchía antes se llamaba Camboya, que hacía
pocos años vivieron un genocidio que acabó con miles de vidas, que ellos cuatro
superaban la edad promedio del grupo porque, al igual que la inmensa mayoría de
campuchianos (no sé si el gentilicio es así, espero disculpen si me equivoco),
tuvieron que abandonar la escuela en espera de tener tiempos menos aterradores.
Los cuatro chicos maravilla cooperaron
para comprarse una cámara y t0d0 el equipo de revelado de fotos. Sí, ese era el
quid del asunto, la oportunidad de desarrollar
el pasatiempo estando en la URSS se debía a que podías entrar de cabeza a todo
el proceso fotográfico.
Muchas tardes templadas de primavera
y verano, incluso algunos días de invierno, los chicos tocaban a nuestra puerta
y luego pasábamos a recoger a Índu, nos llevaban como sus “chicas modelo” para
tomarnos fotos y, luego de procesarlas, nos daban un juego de ellas a cada
chica. Cada vez que tocaban la puerta para una sesión o que nos regalaban
fotos, su rostro y sonrisa se iluminaban, eran felices. ¡Cómo es bella la vida que,
a pesar de ser sobrevivientes, podían olvidar tan graves sucesos de su país
haciendo trascender en nuestra historia los momentos compartidos!
Afortunadamente con Martha y
conmigo la relación fue más cercana, los campuchianos nos enseñaron a jugar bádminton
(yo me aficioné mucho a ese juego), estudiábamos juntos y no se cansaron de
enseñarme una canción popular que cantaban con frecuencia y que a mí me gustaba
mucho. Me resultaba imposible lograr la fonética de su idioma, aunque un par de
acordes de piano sí logré retener.
Estar abiertos a las posibilidades que brinda la vida es una de las mejores maneras de vivirla, creo que en mí siempre hubo un frenesí que me llevaba a conocer a la gente a través de sus motivaciones e historias de vida. Los años posteriores en la URSS, tuve la fortuna de tener a Kjema o Khema como compañera y pude conocer mucho más sobre las marcas que deja el genocidio en una persona y su familia.
Estar abiertos a las posibilidades que brinda la vida es una de las mejores maneras de vivirla, creo que en mí siempre hubo un frenesí que me llevaba a conocer a la gente a través de sus motivaciones e historias de vida. Los años posteriores en la URSS, tuve la fortuna de tener a Kjema o Khema como compañera y pude conocer mucho más sobre las marcas que deja el genocidio en una persona y su familia.