Por Fabiola Martínez
A pesar de todas las emociones y novedades de mi cambio de vida, seguía experimentando vacíos. Algunos los llenaba hablando por teléfono con Martha, otros, visitando asiduamente la residencia del Instituto de Cultura Física, que quedaba muy cerca de mi hogar. Me era grato pasar todo el día conversando con mis amigos nicas, con el adorable y amistoso colombiano Steven y con siempre sonriente Sayonara.
Sayo no dejaba de sorprenderme por su enorme capacidad de adaptación y sociabilidad, ella ya se movía como pez en el agua, mientras yo, con mi eterna nostalgia, seguía sin encontrar plenamente mi lugar... Cuando regresaba a mi residencia no podía evitar experimentar cierto pesar.
Uno de esos sábados de visita a la residencia del Instituto de Cultura Física, regresé a mi casa pero antes pensé en buscar a M. para conversar de cualquier bobada que me devolviera la sonrisa. M. era una de esas clásicas chicas populares de todo el grupo de cubanas, se disputaba el liderazgo con dos o tres chicas nada más, una de ellas, la que más desagradaba a M., competía por las atenciones de Silvio Rodríguez, ambas, con fotos en mano y un par de cartas y postales desmenuzaban a detalle las veladas que pasaron con ese popular cantautor, por lo menos 20 años mayor que ellas.
Y ya que recordé ese duelo de egos por Silvio, me viene a la mente el desagrado que me causaba esta competencia, y no por las chicas, sino por el hombre en disputa, pues yo lo tenía idealizado como un hombre estandarte de nuestros principios y en mi candor creí que las personas con convicciones debían ser coherentes con lo que pregonaban, en lugar de andar de rabo verdes con unas niñas. En fin, tarde aprendí que la vida es como es y no como yo la deseaba.
En la habitación de M. estaba de visita uno de sus compatriotas, ambos compartían el mismo origen de ser "palavinos" (половина). En ciertos sectores de la población cubana se usaba este adjetivo para referirse a los hijos de cubano con alguna mujer proveniente de los países del bloque socialista. Curiosamente el amigo de M. tenía el sobrenombre de Valeri, porque en su fisonomía prevalecían los rasgos eslavos.
Valeri empezó a conversar y coquetear conmigo. Me platicó que él era un asiduo visitante de mi residencia, a la que llamaban "el pantano". Valeri me explicó que bautizaron mi hogar con ese nombre porque el varón que entraban en ella ya no salía soltero (para mí sigue siendo graciosa esa comparación)
Después de una conversación corta todos nos despedimos y fui a mi habitación sin haberme quitado de encima esa nostalgia por mis amigos de Jarkov. Pronto M. llegó como emisaria para decirme que le gusté a Valeri, que volvería a visitarme, y lo hizo. Valeri también me invitó a pasear y a conocer la ciudad, a propósito olvidaba cosas con el fin de tener el pretexto de tocar a mi puerta.
En poco tiempo me pidió ser su novia y acepté, fue mi única relación de pareja allende los mares. En esos inicios del noviazgo no sopesé que al establecer una relación con visitante frecuente del pantano y de la gozadera de los viajes en barco Cuba-Odesa, me metí en camisa de once varas.
Desconozco qué sucede hoy en la educación familiar de mi país en hombres y mujeres, pero en mi experiencia, la educación de mis padres y la de los padres de infinidad de amigas y conocidas estuvo carente de consejas sobre cortejo y sobre la importancia de relacionarse con personas afines en gustos, pasiones y mentalidad; con personas capaces de abrirse al cambio proactivo.
Tomé mis decisiones y pagué con creces cada céntimo de su factura. Me metí por voluntad propia (y con muy poca conciencia) en una vida y en una sociedad sumergida en un realismo mágico del que aprendí lo inimaginable. Como consecuencia, morí de lo que huí, sí; por suerte, en ese tramo de vida realicé una de mis mejores y más valiosas creaciones.
Cerré el capítulo por voluntad propia y renací para nunca dejar en manos de nadie mi esencia. La tarea nunca termina, por eso todos los días abono algunos ladrillos para continuar edificando la fortaleza de mi autenticidad.