Por Fabiola Martínez
En este viaje introspectivo ha sido un aprendizaje extraordinario, un orgulloso recuento del ejercicio de mi libertad, de mi vida y de mi México.
Toda mi educación básica, y particularmente cuando cursé la escuela primaria, tuve el privilegio de estar en un plantel de primer nivel gracias al Maestro Cándido Reyes Alegre, director de mi escuela por décadas. El nivel de exigencia de ese directivo llevaba a los maestros a la excelencia (en el contexto de nuestro pueblo)
Mientras recuerdo, viene a mí ese sentimiento de orgullo por el Huapango, de Moncayo, el aprecio por los trabajos artesanales de la Sierra Norte de Puebla, por vivir en una comunidad escolar efectivamente laica, sin pretensiones más allá de asegurarse de que sus egresados aprendieran lo básico. Vienen también los gratos recuerdos de ese plantel, donde aprendí a sentir orgullo por mi entidad, ese maestro fue el primero que me hizo sentir valiosa por mi género y me alentó a continuar en el equipo de ajedrez haciéndome llegar a competencias estatales.
Todos esos sentimientos los llevé tatuados al salir del pueblo para ir al otro lado mundo. A mis diecinueve años ingenuamente pensaba que esos mismos sentires eran llevados por otros latinos, así, sin más, hasta que topé con la verdad; hablando de esto y aquello con mis amigos panameños, mientras contemplábamos la nieve desde la ventana, ellos recordaban con nostalgia sus clases de religión.
—¿Cómo?, ¿religión?, eso no es correcto—, cuestioné su recuerdo considerando sólo mis paradigmas.
—¿Para ustedes no es obligatorio?
—No—, y ahí me solté dando mi explicación del por qué en México la educación era laica, gratuita y obligatoria.
Creo que mi orgullosa lección sobre México llamó la atención de otros latinos, chilenos, colombianos y salvadoreños para ser más específicos. Los chilenos contaron, además del dolor causado por la dictadura de Pinochet y de la migración forzada, que en su país estaba prohibido el divorcio... ¿cómo?, sentí un bofetón. Los salvadoreños hablaron de cómo su vida se había trastocado por la violencia de la guerrilla y la intervención (directa o indirecta) de los Estados Unidos, los colombianos estaban viviendo los horrores causados por el crecimiento del crimen organizado y las reiteradas violaciones a su dignidad personal, al pasar por cualquier aduana y migración.
Me sentí afortunada y aliviada de haber nacido en México, de recordar que mi país fue el primer territorio que tuvo la primera imprenta de toda América, que tuvimos una universidad, la Real y Pontificia Universidad de México, casi doscientos años antes que los Estados Unidos, que tuvimos y teníamos grandes pintores, escritores, poetas...
Un día, caminando todavía bajo los influjos de ese orgullo nacional, pasé por un puesto de periódicos y tomé conciencia de que, en ese enorme país, la URSS, sólo circulaban dos diarios, pronto asocié esa nueva noción del estado de las cosas a las protestas por la libertad de expresión y de prensa en México, y me decía: ¡Si los mexicanos vieran lo que estoy mirando, se darían cuenta de que tenemos más caminos y alternativas que otros!
Continué mi camino recordando los tiempos y contexto de la fundación de nuestra Escuela Nacional Preparatoria y de los alcances del Ateneo de la Juventud Mexicana. ¡Cuán rico era México!, esa dignidad se fortaleció cuando vino a mi mente la imagen de las protestas a favor de la libertad de prensa y de expresión, también al recordar las imágenes a favor del movimiento de las Panteras Negras en las olímpicos de 1968.
No sé si ese tiempo fue mejor o peor que el que vivimos ahora, no sé si avanzamos o retrocedimos, pues hoy viví uno de esos días en que resulta imposible pensar vivir en democracia. Lo que sí sé ahora, con claridad, es que esa vivencia de orgullo que estaba estimulada por los aprendizajes de la escuela, surgió por el sentido de libertad y autonomía personal que comencé a vivir. En poco tiempo tuve claro que, antes de decir ¡México, creo en ti!, lo primero que debo hacer es creer en mí. Ese ha sido uno de los mejores regalos que le he dado a Fabiola. Ese es el regalo y bastión más importante de mi vida aquí y ahora, tal como lo fue en aquel entonces.
Gracias al ejercicio constante de mi conciencia, gracias a Dios, ese momento de orgullo nacional no me separó de mis amigos latinoamericanos, al contrario y aún más, tomé conciencia de que cada ser humano es él y sus circunstancias, tomé conciencia de que ellas no hacen menoscabo de la calidad humana de los individuos, tan únicos e irrepetibles como somos.
Vivir la vida con autonomía nos diferencia de quienes viven sangrando a los demás, de quienes han sustentado toda su vida no por lo que emprenden, sino por lo que arrancan con descaro, alevosía y ventaja. A pesar de lo difícil que pueda tornarse vivir y hasta sobrevivir, nunca dejaré de creer en mí y en lo que puedo lograr. He avanzado mucho, y voy por más, hasta el último aliento de mi vida, sólo así podré morir como desde esos despertares he vivido, "plantando cara al mundo y a mis enemigos".
¡México, creo en mí!