12 de mayo de 2015

¡Qué manera de matarme la pasión!

Por Fabiola Martínez  

El trayecto Moscú – Jarjov fue de unas doce horas, saber que estaba llegando a mi ciudad de destino hizo crecer en mí la esperanza de dormir lo suficientemente bien para recuperarme de una larguísimo viaje, bajar los niveles de adrenalina generada por la expectativa de mis sueños cumplidos y prepararme para el inicio de clases, ¡cuánta ingenuidad!, ahora creo que todo viaje que me conduzca a nuevos objetivos y sueños, jamás debería terminar

La cálida y alegre sonrisa de Saha*, el joven soviético que nos esperaba en la terminal me hizo sentir en confianza, y como él hablaba español perfectamente bien (además de tener un aspecto y aroma limpio), me sentí con el suficiente valor para “sacarme la espina” de mi fallida intento de conquista. Así que comencé a usar los recursos femeninos de la sonrisa y la ligera indefensión, incluso le pregunté si volvería a visitarnos, si nos daría su dirección, ya saben, todo lo que las personas medianamente normales hacemos para no perderle la pista a la posible presa… Pero Saha no soltaba prenda, sin embargo disfrutaba el saberse conquistable, pues guapo lo que se dice guapo, no era (poco después me enteraría por qué me Sasha me evitaba)

Google maps me permitió darles una ubicación de la que fue mi calle 
de 1985 a 1986
Otra vez nos treparon a un autobús con dirección a la calle Otakara Yarosha (Отакара Яроша), comparado con Moscú Jarkov parecía una ciudad muy pequeña, tranquila, sin tumultos ni tráfico, la gente se movía a otro ritmo. El autobús se detuvo frente a un edificio realmente viejo, de colores apagados, como si quisiera pasar desapercibido. Allí nos indicaron bajar con nuestras maletas y nos condujeron a una especie de recepción donde una mujer de unos cincuenta años, robusta y un poco mal encarada dio instrucciones para llevar nuestras maletas a la cámara de seguridad (камера хранения) y también nos entregó la llave de nuestra habitación.

El pasillo hacia la cámara de seguridad estaba muy oscuro, todo era viejo, su ambiente me trasladaba a aquellos programas sobre la Segunda Guerra Mundial que veía con mi madre. Sin recuperarme de ese golpe me enseñaron la que sería mi habitación por el resto del ciclo escolar, la número 74. La puerta se abrió y vi cuatro estrechas camas individuales, un refrigerador y un ropero.

Google también facilitó compartir una fotografía tomada en
2011, el estilo del edificio de la derecha es muy parecido 
al del edificio donde viví, frente a él está la entrada al 
estadio
¡Qué manera de matarle a uno la pasión! Ya no volví a pensar en cómo conquistar a ese agradable muchacho, tampoco había opciones porque ese camión que nos trajo nos esperaba para llevarnos al hospital, por más que Martha y yo suplicamos que antes nos dejaran bañarnos, la orden fue inflexible, sólo pudimos ir al sanitario.

En el hospital estábamos todos los que llegamos ese día en aquel emblemático tren (incluso mis apestosos libaneses), y muchos otros estudiantes más. Separaron a los hombres de las mujeres y, a su vez, las mujeres conformamos grupos pequeños de cinco o siete personas, ahora sí Martha y yo evitaríamos a toda costa que nos separaran. Estábamos organizándonos cuando una portuguesa de cabello corto, voz dulce y semblante amistoso llegó para acompañarnos.

¡Qué hermoso gesto de solidaridad! Ella sería nuestra traductora al mismo tiempo que nos iba explicando la importancia de establecer medidas de seguridad sanitaria y epidemiológica ante la llegada de personas de tan diversos países, condiciones culturales y estratos socioeconómicos. Aunque la experiencia fue extrema, desde mi llegada a la URSS y hasta el día de hoy, sigo asombrada del nivel de organización y cuidado de todos y cada uno de los que llegamos como invitados a estudiar en ese país.

Retomando el tema de la revisión médica, las mujeres que formamos esos pequeños grupos entramos a los diversos consultorios, incluido el de ginecobstetricia, donde nos atendió otra mujer robusta y algo tosca. En ruso y también ayudada por señas, separó a las mujeres vírgenes de las que no lo eran; todas seríamos revisadas ginecológicamente sin importar si éramos sexualmente activas o no, o si alguna estaba menstruando, el reconocimiento sería vía vaginal o vía rectal. Por más que suplicamos a la portuguesa que intercediera por nosotras, no la libramos. 

Lo peor aguardaba en el siguiente y último consultorio donde todas las mujeres hicimos una fila con el torso desnudo, más que un hospital eso parecía un documental sobre las etnias del Amazonas o de alguna tribu africana. 

Debo decir que en todos los consultorios nos atendieron con una disciplina y actitud médica impecable, pero no en ese último consultorio. Al menos a mí no, lejos de haber pasado por un reconocimiento de glándulas mamarias, me pareció que estaba siendo delicadamente tocada por el médico como muñeca de un aparador. Enmudecí, me asusté… me congelé. Por fortuna las mujeres que estábamos formadas como ganado, hicieron caminar la fila.

Lo que escribo en este último párrafo es grotescamente revelador, ¿cuántos niños, niñas, hombres y mujeres son abusados sexualmente en sus revisiones médicas?, ¿cuántas familias omiten hablar y denunciar los abusos sexuales que se cometen en la "intimidad" de la convivencia familiar? Y lo peor, ¿por qué las víctimas enmudecen?, ¿por qué las familias, las personas y las sociedades enteras "empujan a los de la fila de adelante fingiendo que no ven lo que a todas luces sucede una y otra y otra y otra vez?, ¿por qué todavía hay miles y miles de personas que no han aprendido a identificar un abuso sexual? 



*Sasha, diminutivo de Alexander.