(Parte 2)
Por Fabiola Martínez
Una de
las tantas razones por las que escogí la beca para la URSS, fue por la garantía
de aprender el ruso en un año, eso parecía estar en “chino”, pero era la mejor
oferta de becas debido a que, como egresada de escuelas públicas, mi nivel de
inglés era fatal para calificar en otro país.
Esa
razón quedó en el olvido estando ya en el ruedo, pues la metodología de la
enseñanza del idioma ruso me parecía para subnormales.
La primera mitad del semestre tuve una maestra que sólo nos hablaba en ruso y,
aunque nos enseñaba las palabras básicas de comunicación, usaba dibujos para
que los asociáramos al concepto.
Apenas
logré conectar dos neuronas con los dibujos y ¡zaz!, comenzó el aprendizaje de
un nuevo alfabeto que requeríamos dominar en sus dos versiones: manuscrita y de
molde. La única asignatura adicional fue fonética, donde curiosamente nos
enseñaban a cantar y, obvio, a memorizar canciones, ¿para qué?... luego lo sabría.
Para
colmo, la estricta maestra de fonética o canto (a los latinos nos daba igual),
también se encargaba de llegar a supervisar nuestras habitaciones, esa mujer
era toda una “matrona”. Después de clases, ella y varios maestros de ruso nos
llevaban al circo, al zoológico y a los parques. ¿Podía sentirme más infantil?
En esa
primera mitad del semestre no recuerdo haber tenido tareas de casa, todos los
alumnos de la podfak íbamos de un lado a otro sin parar; sumado al hecho del
esfuerzo diario de darnos a entender para comprar nuestra comida o lo que
necesitáramos.
La
misma maestra de canto fue quien nos llevó a la tienda especial para
extranjeros donde nos dotaron, sin costo alguno, de un guardarropa para
invierno: botas, abrigo, bufanda, guantes, gorro y chamarra para otoño. Con esa
sutileza “matriarcal” que todos alucinábamos, la maestra nos enseñó el “arte”
de arroparnos debidamente para la temporada de frío, ¡Dios, qué pena!, más que
maestra parecía que tenía a mi abuela Rita dentro del vestidor, fue un rato
bochornoso pero vital.
Cuando
ya teníamos encima el otoño, la maestra de ruso llevó a mi grupo básico
(Martha, Landua, Julio, los chicos de Campuchía y el compañero de Etiopía), a
una escuela primaria. Allí nos esperaban, impacientes, niños como de segundo
grado. Lo único que debíamos hacer ante el grupo era presentarnos: nombre, país
de origen, edad y alguna frase más.
Estando
frente al grupo, los niños nos miraban con ojitos y expresiones de asombro y
absoluto respeto. Cada miembro de mi grupo se iba presentando con uno que otro
tropiezo por pena u olvido, entre más nos escuchaban los niños inclinaban su
cuerpo hacia delante, como si quisieran saltar de su pupitre para ayudarnos.
Esos
hermosos niños repetían (moviendo sólo los labios), las palabras que decíamos.
Con su mirada nos alentaban para terminar las frases que por pena o nervios, no
terminábamos de articular; también expresaban orgullo cuando terminábamos la
presentación.
A
partir de esa visita me quedó claro algo, la metodología de la enseñanza del
ruso era infalible, absolutamente estudiada y comprobada. Yo, con 19 años y con
un pensamiento lleno de prejuicios que rápido tomé de los adultos, no lograba
abrirme a la experiencia del circo, zoológico o parque, lugares donde los niños
aprenden los grandes asuntos de su vida: nombres de animales, colores, texturas…
Frente
a ese grupo de pequeños, nuevamente recordé la generosidad, inocencia y paciencia
que pueden tener los niños hacia los adultos. Nos recibieron con alegría y
asombro, como si les hubieran prometido tener un pedazo del mundo; nos
escucharon sin juzgar y se alegraron por nuestros avances.
Todo
estaba calculado, aprendíamos un idioma difícil a partir de la recuperación de
nuestra capacidad de asombro, los niños, sin duda, seguían siendo nuestros
mejores maestros. Desde esa tarde y hasta el final de nuestra preparatoria, las
visitas a escuelas fueron una constante.
Tomar
conciencia es un proceso que no tiene retorno, a menos que intencionalmente la
hagamos a un lado para permitir o permitirnos dañar a un niño, ya sea física,
verbal, psicológica o sexualmente. Como ironías de la vida, me fue encargado un
pequeño trabajo sobre abuso sexual infantil. Desde entonces y hasta hoy, es un
tema que por mi cuenta sigo abordando en manuales que pronto verán la luz.
En
verdad hay mucho por hacer en ese tema, sobre todo porque las familias, el
principal lugar donde se abusa de niños y niñas, es la primera que niega el
hecho y prefiere mirar hacia otro lado. Como sociedad global también miramos a
otro lado con los niños soldados, los que viven es esclavitud y, tristemente,
con los niños y adolescentes que justo ahora, en México, ya forman parte de los
activos del crimen organizado, por amenaza o voluntad, finalmente ahí están.
¿En
qué clase de bestias insaciables nos hemos convertido como sociedad y como
planeta?