21 de abril de 2015

Primera mañana, kasha mannaya… ¿kasha qué?

Apenas desperté busqué lo necesario para bañarme, compartí habitación con una colombiana con la que poco pude platicar porque sería despachada a su ciudad de destino. Cuando nos presentamos ella me dijo entusiasmada, -¡mexicana!, ¡eres de la tierra del Chapulín Colorado!- Evidentemente me saltaron los ojos, esto fue apenas un asomo de lo que descubriría en toda mi estancia, influencia cultural que México tenía en América Latina.

En el lobby nos encontramos varios de los mexicanos que viajamos, nos dieron las instrucciones para llegar al comedor.

Mientras caminábamos, vi que en los jardines conversaban hombres y mujeres de todos colores vestidos con ropas que jamás había visto. Lo más impresionante fue pasar junto a un grupo de africanos, primero por el aroma tan penetrante que tenían, después por la intensidad del color de su piel, no tengo palabra para explicarlo (su color parecía algo así como negro-azul marino-morado), sólo sé que en México ya había tenido contacto con gente de origen africano, incluso tuve una compañera de Haití con la que estudié danza clásica; pero nunca había visto a nadie como ellos.

Todos moríamos de hambre y por intuición hicimos lo que los demás hacían: tomar la charola, cubiertos y formarnos en una fila larga. El aspecto de la comida fue otro choque cultural, de lejos veíamos como unas señoras muy robustas colocaban en los platos una especie de arroz batido con una firmeza similar a la de un albañil echando cemento con su cuchara, para colmo esa cosa era color gris claro.

—Se llama kasha mannaya— dijo Martha, —es un cereal muy apreciado por sus valor nutricional, mis maestros de ruso me dijeron que era muy bueno para la salud, aunque le ponen un poco de sal.

El choque cultural con la comida fue similar para casi todos. Desde la fila pude ver cómo algunos decidieron evitar ciertos platillos, en ese momento tomé una decisión vital: comer todo lo que el comedor previó para el desayuno, sin importar lo que fuera y sobre todo, sin importar el aspecto que tuviera; comer todo lo que debiera sin importar el lugar donde me encontrara. ¿Por qué lo hice?

Porque había logrado hacer realidad un sueño que perseguí desde que estaba en la secundaria, trabajé mucho para conseguirlo, fui muy tenaz para superar los trámites burocráticos que implicaba lograr una beca como esa, hubo un par de ocasiones en que casi sucumbí, por tanto no iba a perder lo ganado por problemas de salud.

Por si fuera poco, justo una de las grandes angustias de mi madre era mi salud estomacal, que nunca fue buena desde que tuve unos dos años, según me contaban. Ella me hizo jurar que comería bien, me miró a los ojos con apremio y yo jamás le habría faltado. 

Quizá fue el inicio de una sentencia que, para bien o para mal, yo misma comencé a imponerme, lo hice sabiendo que en un segundo podemos ganarlo todo o perderlo todo, lo único que tenemos nuestro, para siempre, es nuestra palabra, la dicha y la empeñada. Es tan valiosa que damos todo lo mejor para honrarla o la retiramos si nos sentimos amenazados.