6 de marzo de 2018

¡El horno ya no está pa` bollos!

Por Fabiola Martínez

La temporada de cambios continuaba. Cambios en la URSS (con más y más revelaciones), en el incremento de desabasto, en el malestar generalizado de la población y cambios en mis planes de vida.
Mientras la URSS giraba hacia rumbos insospechados, yo lo hacía para coincidir con el administrador de la residencia, pues debía asignarme mi habitación para pareja. Pero el hombre estaba haciendo su "agosto" con los libaneses, marroquíes y la nueva gente que se mudaba a mi residencia. Mis compañeros sabían cómo negociar las mejores habitaciones y yo seguía de terca en no aprender ese camino.
El día que logré forzar un encuentro con el administrador, éste subía el elevador rodeado de árabes y africanos. Me miro y dijo:
-аи аи аи Фабиола ты покрасотельос (algo así como, te pusiste linda, estás hermosa)
-Gracias, -le contesté con amabilidad-, ¿cuándo me entregan mi habitación?
-Ven con nosotros, ahora mismo te la entrego.

Y fuimos todos al noveno piso, allí mis vecinas serían, a mi izquierda Khema (Campuchía) y nuestra compañera de Taiwan, que ahora no recuerdo su nombre. Justo frente a mi cuarto, cruzando los lavabos, estaba la habitación de Murad y Mohamed, dos amigos de Marruecos; precisamente Murad, era mi compañero de grado.

Todo parecía ir bien ese día, y quizás el siguiente, pero pronto nos llegó una sorpresa desde la hermana República Socialista de Vietnam. Se trataba de un nutrido grupo de mujeres que, al igual que las cubanas, llegó a mi instituto a cursar su año de práctica del idioma ruso. Calculo que llegaron unas 50 vietnamitas y, entre ellas, unos 10 varones. Así que en las habitaciones amplias, destinadas a ocuparse por tres personas, el administrador colocó a cuatro. Sólo en mi bloque había 16 hermosas mujeres de tan afamado y aclamado país.

Desde el primer día que llegaron en ese bloque se vivió un caos. Lo primero que las vietnamitas hicieron fue comprar enormes peroles para cocinar, ¿qué preparaban?, hasta hoy lo ignoro pero la cocina olía horrible. Además de que las chicas dejaron todos los peroles encimados y sucios y durante varias semanas nunca apagaron la estufa (que era eléctrica)

Yo me comporté como toda mujer que juzga a otras mujeres por dejar un desastre de tal calibre (es decir,  me porté como una auténtica  bitch), ¡y sepan que entre mi familia son ampliamente conocida por no dominar las "labores propias de mi sexo", pero lo que veía me encrispó. Creo que comencé a vociferar  y estaba a  punto de ir a tocar la puerta de mis nuevas vecinas, pero salieron Murad (de marruecos) y Valeri. Según ellos, me calmaron y hablarían con las chicas para poner orden.

Cuando recreo en mi mente esa escena no paro de reír. Murad y Valeri tocaron con amabilidad a nuestras vecinas y les enseñaron cómo usar la estufa eléctrica; les explicaron también que la cocina debía permanecer limpia y que sus peroles y comida no debía quedar tirado. Que, por  turnos, todos debíamos tirar la basura de la cocina en el dispensador o tubo que juntaba la basura de todos los pisos.

Por cada tema que los chicos explicaban a las chicas, ellos preguntaban: ¿entendieron?...
Enseguida ellas asentían con la cabeza y sonreían. Ambos varones, con la mirada altiva y en una actitud de sumo control me miraron y exclamaron: ¡Asunto resuelto!

Nunca supe por qué razón pero las personas de limpieza tardaron en iniciar sus labores en mi sector. La basura del baño comenzó a acumularse pero esa no la tocábamos ninguno de los inquilinos, siempre esperamos al personal de limpieza.

La noche de esa difícil tarde todos comenzamos a percibir un olor a quemado. Luego escuchamos a Murad bociferar en árabe un montón de palabrotas. Asustados, Valeri y yo salimos a ver qué sucedía, ¿acaso se provocó un indendio?

Ya en la zona de lavamanos y baño, nos dimos cuenta que, para abreviar trabajos o quizás porque pensaron que les tocaba sacar la basura del baño, las vietnamitas decidieron prender candela a la basura del baño, sin percatarse que los cestos eran de plástico y que también se quemaría.

Nunca supimos por qué pero las llaves de los lavamanos estaban abiertas, todas, el agua escurría por todas partes formando una mezcla de fango y mierda quemada. Murad perdió todo su glamur y fue a tocar a las vecinas y les explicó todo lo que habían hecho mal. En el fondo, yo miraba la escena complacida, sonriendo entre el nervio y la locura. Pues mientras Murad se autoproclamaba starosta (jefe de bloque) y volvía a explicar las reglas de convivencia. Yo me di cuenta que ellas no entendían nada de lo que les decíamos, su ruso era menos que elemental.

Pero Murad seguía enloquecido (y no era para menos), organizó la limpieza del bloque y nosotros también colaboramos, aunque honestamente ellas se tuvieron que encargar del agua del baño y lo que quedó del bote de basura de los sanitarios.

A partir de esa noche, Valeri, Mohamed, Murad y yo nos hicimos excelentes amigos, no había de otra, era urgente organizarnos y tomar medidas. Pero lo que acabo de contarles  fue apenas el principio de un año de locura en el bloque 1 del piso 9.