Por Fabiola Martínez
A los primeros días de frío comenzaron los arreglos para esperar el invierno. Un día entre semana, posterior a la primera nevada, en la universidad se nos dio la instrucción de no ir a clases el día sábado, -durante toda mi estancia en la URSS, las clases se tomaban de lunes a sábado en horario completo-, en lugar de clases, requeríamos estar listos, todos, a las 9 de la mañana en nuestra residencia para ayudar en una tarea tradicional llamada subbotnik.
Los maestros encargados del orden de la residencia hablaron con los y las soviéticas que convivían con extranjeros para saber si ya contaban con el material necesario para el subbotnik, ¿en qué consistía?, ¿por qué tanta disciplina?
Lila y Natasha, hablando mitad ruso mitad ucraniano, nos explicaron que la labor consistía en limpiar las ventanas y sellarlas para la temporada invernal. Las ventanas de las habitaciones y las puertas principales de la residencia eran dobles y hasta ese momento entendí por qué.
Luego de limpiar a conciencia la ventana y de paso la habitación, Lila y Natasha colocaron un termómetro en la ventana y se aseguraron de colocar un par de clavos. Luego Lila me dio algo parecido a una estopa con la que debía rellenar todos los espacios que hubieren entre la ventana y la pared. Cuando todo estuvo listo, por encima del relleno se pasaba una especie de cinta adhesiva.
Mis compañeras soviéticas me indicaron guardar toda la ropa de verano y colocarla sobre la cama, luego juntas fuimos a la cámara de seguridad y saqué mi maleta. Ya en el cuarto saqué las gorras suéteres, guantes y bufandas que mamá había puesto en mi equipaje, en su lugar metí toda la ropita ligera. Después regresé a la cámara de seguridad y guardé la maleta.
Toda la residencia estaba en movimiento, fue una jornada amena y hasta juguetona. Pero todo ese candor quedó atrás cuando en poco tiempo comenzaron a dominar las temperaturas bajo cero, también se fue la risa cuando el día se acortó tanto, que estaba oscuro a las 5 pm y cerca de las 8 am comenzaba a salir la luz de sol.
Lila comenzó a tener una rutina matutina algo extraña para mí porque, luego de levantarse veía el termómetro y se arreglaba para ir a la universidad, lo recuerdo porque ella, viendo mi pereza, se dio a la tarea de levantarme para que no perdiera clases.
Así, cuando el frío se instaló comencé a odiar cada mañana. Mi salida debía ser a las 7:15 am, cuando más, así que respirar el aire helado a esa hora equivalía a sentir en mi garganta y en mi nariz un montón de cuchillos clavados...
Fiel a las costumbres de mi pueblo y de mi país, comencé a salir de la residencia tapándome la garganta y la nariz, pero mis amigas soviéticas me indicaban que no lo hiciera, que mi organismo debía adaptarse por sí mismo a ese cambio. Con todo el dolor de mi corazón obedecí sus indicaciones, finalmente, ¿qué sabía yo del invierno?
Uno de mis recuerdos más gratos de la época de frío permanente fue ver a las madres sacar a sus hijos a pasear como si fuese un día cualquiera, eso sí, la cabeza de los niños siempre estaba cubierta, primero por un paño de algodón, luego por la gorra. También era bello ver a esos bebés, en sus carriolas como de la época de los 50, cubiertos de su cuerpo y protegidos por un plástico adicional del carrito, pero siempre, siempre, con la cara descubierta.
Durante toda mi estancia, y ya con amigas soviéticas con bebés, me llamaba la atención que, cuando no podían llevar a pasear a los pequeños durante el invierno, los ponían en la terraza, dentro de sus carriolas, como media hora, bien cubiertos por todas partes, excepto la cara.
Apenas hace casi dos años, gracias a mi fabuloso neumólogo, que por casualidad es egresado de la Lumumba, comprendí por qué los soviéticos tenían esa costumbre, al final de cuentas, cada órgano de nuestro cuerpo es sabio y perfecto (si somos sanos de nacimiento), una nariz sana, también sabe lo que debe hacer y lo hace. Así de sencillo.