5 de abril de 2016

Jirones dentro del tintero

Por Fabiola Martínez

Entre las entregas que he compartido en este blog, han quedado sucesos, anécdotas y aprendizajes que no quiero dejar a un lado. El título de la entrega hace una humilde alusión a una frase de Lev Tolstoi (toda proporción guardada) En ella dice: "No hay que escribir sino en el momento en que cada vez que mojas la pluma en la tinta, un jirón de tu carne queda en el tintero." Si bien no estoy escribiendo obra literaria alguna, lo que relato son mis vivencias y reflexiones del día a día que me formó en una etapa fundamental de mi vida. Y la vida, según lo sé y lo veo, es el libro más importante que escribimos. La vida es también el libro más interesante que volvemos a leer cada vez que recordamos y reflexionamos al respecto. 

Quizá en entregas pasadas mencioné algo sobre la anécdota común entre la manera de dirigirnos a los profesores soviéticos por parte de mexicanos y latinos. Hoy retomo el hecho para referirme a uno de los tantos aprendizajes realmente significativos. 

Si alguien quería ver a un profesor muy a disgusto, sólo debía llamar su atención o dirigirse a él diciéndole prepodavatel, cuando esto sucedía los maestros solían voltear visiblemente molestos corrigiendo: 

-¡Меня зовут Иван Семенович! (mi nombre es Iván Semionovich)

Tal reacción solía dejarnos atolondrados, los latinos simplemente no entendíamos cómo un vocativo tan común en nuestra cultura causara tal molestia. En el mundo de mi infancia, el maestro era maestro, sin importar cómo se llamara, ahora, si se trataba de un docente querido o de renombre, se solía decir primero la profesión seguido por el nombre, de preferencia en diminutivo: la maestra Rosita; aunque con las modas actuales, ahora ya ni maestros son, ahora el vocativo sería "miss Rosita", en fin... regreso al punto. 

Desde mis primeros recuerdos y como parte de mi personalidad, mi cerebro pide, primero, entender la causa y luego asimilar la información. Así que busqué al Vicedecano que hablaba bien español para que me explicar... debía entender el trasfondo. 

Con mucha paciencia y empatía me comentó que, en su cultura, ningún grado académico, escolar o cargo público debía anteponerse al nombre de una persona. 

-Pero si mi maestro se llama Iván, ¿por qué debo llamarlo Iván Semionovich?
-Porque el trato de respeto a las personas que no conoces señala que debes dirigirte a él apelando a su nombre y patronímico. Pero no te preocupes, eso les pasa a todos los latinos porque ustedes suelen dar mayor importancia al grado escolar o cargo y no al nombre. Pronto te acostumbrarás. 

No hizo falta acostumbrarme, quedó completamente claro para mí, pues ya antes en México, me di cuenta de lo mucho que las personas se disgustaban si no te dirigías a ellos llamándoles ingeniero, arquitecto, licenciado. Yo, para no lastimar los sentimientos de nadie, prefería "licenciarlos" a todos, luego cada uno me corregiría orgulloso diciéndome su profesión. 

Ahora que escribo esta entrega vuelvo a reflexionar sobre "la importancia de llamarse Ernesto, Juan, Fabiola, Adolfo o Cecilia" y sobre el poco valor que socialmente damos a este hecho. Aunque la Convención de los derechos del niño señale como derecho fundamental tener un nombre, creo que en México poco se ha reflexionado sobre el curso que damos a la construcción de la identidad de un niño al asignarle un nombre. 

Reitero, soy afortunada, aprendí muy a tiempo mi lección y, a menos que la inercia burocrática me lo imponga, desde entonces siempre me he identificado con mi nombre y apellidos, no por mi grado académico. Mi nombre es piedra angular de mi esencia. ¡Gracias Iván Semionovich!

Las dos fotos que comparto ahora, captan una vivencia que guardo con especial cariño, fue aquella ocasión en la que por varias horas me convertí en ecuatoriana honoris causa

Baile ecuatoriano en aldea ucraniana.
Julio y Sayonara eran los dos únicos estudiantes de Ecuador en mi Podfak y debían compartir parte de su cultura en un pueblito muy rural, al igual que otros estudiantes de mi facultad. Para entonces Martha no había levantado su ánimo y México se quedó sin representantes. Pero el destino reclamaba mi presencia en los escenarios, quizá por eso Sayonara me invitó a montar una coreografía de un baile típico de su país y yo acepté gustosa. 


Sayonara, ¿recordarás el nombre de la música que bailamos?, me encantó.

La ejecución fue todo un éxito, lo extraordinario fue conocer una verdadera aldea ucraniana de escasos recursos; nunca imaginé que el grado rural me recordara poblados donde llegué a bailar en Zacapoaxtla, Puebla, y hasta me atrevo a decir que el tamaño del pueblo que visitamos era mucho menor. 

Recuerdo que la imposibilidad de conseguir sandalias sumada al impulso de la tibieza de la primavera nos provocaron andar descalzas. Sentir la textura del pasto fue reconfortante, pero poco me duró el embeleso. Después de comer y compartir con los niños de la escuela y sus maestros, nos dirigimos al camión y por poco me voy a través de una coladera mal fijada al piso. En un momento estaba con todos y en al siguiente momento más de medio cuerpo cayó coladera abajo. Mis compañeros, muertos de risa, se apresuraron a sacarme, yo fingí estar bien, y de hecho lo estaba, pues la parte más raspada fue mi orgullo. 

Después de aquella caída tuve otra caminando en la Ciudad de México, de esa caída salí muy raspada y adolorida, a partir de entonces evito a toda costa caminar por encima de cualquier cosa parecida a una coladera, quienes han vivido esa experiencia saben de lo que hablo.