Por Fabiola Martínez
Ver en vivo las imágenes de
ciudades y aldeas nevadas son un sueño que alcanzar para muchos de los que vivimos
entre el trópico de Capricornio y de Cáncer. La primera nevada, el día tan
esperado llegó, creo que sucedió a principios noviembre, cuando al salir de la
residencia rumbo a la universidad, todos empezamos a ver caer copos de nieve.
Todos estábamos saltando de alegría,
cada vez que viene a mi mente ese recuerdo, también aparece la sonrisa luminosa
de la muy cubana Diana Morejón, de ella me impactó además, su ligero vestido de
algodón, zapatos y calcetines; que al parecer la llevó al hospital por inflamación
de rodillas, eso nos dijo la maestra de fonética y medio le creímos, porque supusimos
que usó el hecho para asustarnos sobre todos los males que nos provocaría no
vestirnos adecuadamente para la temporada.
La energía de tan magno evento me
colmó de tal manera, que las clases se hicieron amenas y cortas; el regreso a
la residencia fue veloz. Recuerdo haberme calzado las famosas botas de invierno
y puesto el bloomer invernal debajo
de mi pantalón deportivo. ¡Cuánto glamour!, la envidia de Dolce & Gabbana y
Coco Chanel.
Martha y yo nos vestimos para salir
a jugar con la nieve acumulada, para caminar sobre ella y sentirla crujir bajo
nuestras suelas. Además de nosotras y otros extranjeros, sólo los niños
parecían estarla pasando de lujo; caminaban sobre las banquetas junto a su
madre o padre y patinaban en las partes congeladas.
Nosotras decidimos no arriesgar
tanto nuestra cabeza y fuimos a buscar en el pasto y los árboles del hotel
Intourist para patinar. Como en casa mi hermano Gabriel y yo solíamos echar
talco al piso para patinar con calcetines, sentí que podía ser la “chucha
cuerera” de la pradera y sí lo fui al principio, pero patinamos tanto que nos
cansamos y comenzamos a caer cada vez más. Hasta que las asentaderas y
chaparreras nos dolieron y quedaron llenas de moretones.
Lo que un día de noviembre me dio
tanta felicidad, poco después se convirtió en uno de mis dolores de cabeza. Ya
con la nieve constante se forman caminos de hielo que no siempre logré librar,
las botas resultaron ser malísimas porque ni ejercían tracción, ni calentaban.
En poco tiempo descubrí que me sentía más segura calzando los tenis Nike que me
regaló mi hermano Adolfo, comprados con el dinero de primeros salarios.
Antes de la primera nevada emprendí
la tarea de salir a trotar a la pista que nos quedaba enfrente. Siguiendo el
ejemplo de mi amiga Verónica, pensé en no dejar de trotar incluso con nieve. La
cosa no era tan difícil, sólo había que buscar partes de la pista donde no se había
formado hielo.
Pero pronto la ignorancia me
rebasó, no consideré que en los primeros días de nieve la temperatura no
permanece tan estable. Si habiendo nevado la temperatura permanecía, al menos,
un grado bajo cero, la cosa marchaba bien, pero bastaban algunas horas de tener
un grado sobre cero y todo se fastidiaba porque se formaba hielo hasta por
donde nadie imagina.
Salir a la pista empezó a pasar
factura a mi cuerpo, en dos o tres ocasiones seguidas caí sobre la misma
rodilla y se inflamó. Tenía que esperar a que mejorara para volver a trotar
pero no fue fácil, porque comencé a resbalar en la banqueta y reiteradamente
caía sobre esa misma rodilla. El color de ella pasaba de verde a violeta y
viceversa.
El dolor me provocó miedo, también
sentía malestar porque no podía trotar y tenía mucho sobrepeso, mi autoestima
no era la mejor. Como elegí reponerme, cada vez que salía procuraba acompañarme
de alguien y tomarme de su brazo, y funcionó; la rodilla pronto estuvo en
condiciones de trote. Pero más que la mejoría, hubo un incidente que me hizo
tomar valor para perder el miedo.
Teníamos una tienda bien surtida sobre
la avenida Lenin, así que Martha y yo fuimos tomadas del brazo, caminando una
ligera cuesta arriba. De repente, ante nuestros ojos, una mujer mayor que venía
de bajada voló y cayó al suelo en un parpadeo, la plancha de huevo que traía en
manos quedó hecha puré. Para mi sorpresa la mujer se levantó con agilidad, se
sacudió la ropa y siguió su camino. Y yo que pensaba que, como mínimo, se había
fracturado un tobillo.
Ver a esa mujer mayor caer y
levantarse con determinación fue, además del mejor aprendizaje de seguir pa´lante, la vivencia más alocada y
alegre, porque a través de ella tomé conciencia de la diferencia que hace un
segundo. Mis compañeros de la ex URSS recordarán cómo, de la nada, en menos de
un parpadeo ya habíamos resbalado y caído, tal como sucedía en los dibujos
animados de mi niñez.
Después de treinta años sigo
creyendo que, la experiencia de estar en el país de mis sueños, en el paisaje
nevado de mis sueños, equivale a conocer al primer amor. Lo configuré, lo
esperé y llegó. Pero en la vida como en el amor, imágenes así no permanecen
inertes; condiciones, circunstancias, subidas y bajadas la hacen cambiar
incluso a grados que duelen. Con todo y los golpes, esa primera nevada es y
será una experiencia especial que aún evoco con especial amor. Y pensar que
sólo bastó salir y arriesgarme.