Por Fabiola Martínez
La vida está llena de coincidencias
y casualidades, hoy cinco de enero de 2016 rememoro lo sucedido a principios de
enero de 1986. En aquel entonces como hoy, un nuevo año significó la esperanza
de corregir el rumbo, trazar planes y llevar a cabo sueños.
Aunque la casa de descanso fue
inmejorable, regresar a la residencia y saber qué noticias traía Martha de
México aceleraba mi corazón. Pasamos horas desmenuzando todas y cada una de las
palabras que le dijo mi madre sobre mí, tuve carta de todos mis hermanos, unos
trescientos dólares y, finalmente un poco de ropa nueva de talla más amplia, mi
hermano Adolfo me mandó unos súper zapatos tenis con los que pasé al menos tres
inviernos. ¡Qué felicidad!
La vida universitaria también tuvo
cambios, se reacomodaron varios grupos pequeños, el mío, de humanidades, y el
de las chicas que estudiarían enfermería, donde también estaba mi amiga de
Yemen. La ligera desventaja fue que mis clases serían vespertinas, lo cual
implicaba dejar a mis amigos del semestre pasado y reorganizar mis actividades.
Al principio sentí perder mucho de
lo que construí los meses previos, sin embargo, al perder gané, no era
obligatorio despertar tan temprano y lidiar con ese frío matutino, podía ejercitarme
por las mañanas, arreglarme un poco para asistir a clases y regresar con
energía para hacer mi tarea al salir de clase.
Si bien lo que más dolía era mi
inminente desapego de Martha, lo cierto fue que justo ese fue el mejor de los
cambios, pues si rememoramos todo lo escrito hasta hoy, por voluntad personal, no
fui un individuo totalmente autónomo y esta situación se presentaba como el momento
ideal para retomar las riendas de todo lo que dejé en manos de mi mejor amiga.
Mis clases eran interesantísimas: Ruso,
Fonética, Geografía, Historia y creo que también Literatura, pero no estoy
segura. Reafirmar mi autonomía fue un excelente logro, pues me di la libertad
de practicar gimnasia con mi amiga Sayonara en el stalovaya (comedor) de la
residencia. También me di oportunidad de asistir a las “discotecas”, nombre
popular que recibían las tardeadas soviéticas.
En esas discotecas se tocaba música
de principios de los ochenta, pude observar, con asombro, cómo los soviéticos
se organizaban en círculos para bailar, ninguno de ellos formaban parejas. En
términos generales me adentré con mayor intensidad a las actividades de
recreación de todos e hice más amistad con los africanos, sobre todo con los de
Nigeria.
No recuerdo si al turno vespertino
también se integraron los futuros estudiantes de Cultura Física, pero tengo
presente que estuve más cercana con todos los nicas y con Sayonara. Ese inicio
de año lectivo marcó el inicio del ejercicio pleno de mi autonomía personal,
uno de los mejores regalos de la vida.