12 de julio de 2016

Dios aprieta pero no ahorca

Por Fabiola Martínez

Al aeropuerto de la Ciudad de México fueron a despedirme casi todos mis hermanos y hermanas, mi madre en primera fila. Martha y yo procuramos organizar las fechas para llegar a tiempo a Jarkov, para luego mudarnos a nuestro destino: Leningrado y Kiev, así tendríamos oportunidad de aclimatarnos, sin la locura vivida a nuestra llegada a Jarkov.

En esta ocasión mi despedida no fue lúgubre, más bien esperanzadora, ya en la familia habíamos aprendido a identificar los atajos sobre el camino.

Llegamos a Moscú por la tarde. También llegamos cargadas de productos de consumo personal y con mucho cansancio por el largo viaje y la diferencia de horario. Sólo pernoctamos un día en Moscú y salimos al día siguiente a Jarkov.

Luego de una noche en tren llegamos a Jarkov y nos dirigimos a la residencia de la calle Otakara Yarosha. Fue extraño llegar al sitio que fuera nuestro hogar, al lugar donde todo se acomodaba para dejarnos ir, por ello no teníamos destinado un dormitorio, podíamos permanecer en la que fue nuestra habitación si no estaba ocupada por los nuevos estudiantes y sólo por un día, máximo dos.

Luego de sacar del equipaje sólo lo necesario y guardarlo en la cámara de seguridad, buscamos a nuestro grupo de amigos nicas. Fue maravilloso encontrarlos, conversar y compartir... Todo sucedió como si nunca nos hubiéramos separado. Otra vez percibí esa sensación de oscilar entre dos dimensiones opuestas.

El Instituto de Cultura Física, donde estudiarían los nicas su licenciatura también estaba en Kiev, así que me puse de acuerdo con varios de ellos para viajar a nuestra nueva ciudad. La elección fue la más acertada porque ese viaje equivalía a una mudanza y era conveniente tener amigos cerca para cuidar las cosas de todos.

Además de compartir camarote o vagón, el trayecto fue cálido, ameno. Creo que llegamos a Kiev como a las ocho de la mañana, el día era hermoso, soleado, muy típico de aquellos veranos en esa latitud.

Tengo muy presente que el trayecto del andén a la salida de la estación, donde podíamos tomar taxi, se me hizo eterno, no por largo, sino porque mis maletas pesaban horrores y no podía ni debía descuidar una sola de ellas. Mis compañeros de viaje estaban en las mismas condiciones que yo.

Cuando llegué con todo mi equipaje al punto fijado, tenía fuertes dolores de espalda y hombros, sólo entonces me di cuenta que por segunda ocasión me había mudado de ciudad, esta vez para quedarme por más tiempo en ella para iniciar mis estudios profesionales.

Al momento de que cada uno empezó a comprar sus boletos de taxi, me percaté de que casi todos se iban a la residencia del Instituto de Cultura Física y yo, por primera vez, me quedaba sola. Me dirigiría a un sitio desconocido, sin Martha, sin los nicas. Me sentí triste, a la deriva... Nuevamente debía separarme de mi familia, la que formé, con la que compartí alegrías, tristezas, sinsabores, todo un cambio de vida y de cultura.

Desde Jarkov ya llevaba instrucciones precisas de la residencia a la que debía dirigirme y, como no quería sentir más grande ese hueco en el estómago, preferí tomar mi taxi antes de quedarme completamente sola en la estación.

Dicen que Dios aprieta pero no ahorca y es verdad. En ese lapso de asimilación, llegaron a la terminal Nidia y Norma; dos costarricenses que estudiaban en el que sería mi Instituto, ellas iban al encuentro de uno o varios compatriotas, pero esa esencia latina hizo que nos identificáramos y reconociéramos a distancia.

¿Habrá sido obra del destino o inercia de la vida? Insisto, no hay coincidencias, son los ángeles que Dios ha puesto en mi vida. Nidia me habló del lugar donde viviría, de nuestro Instituto, ella me dio una visita al centro de la ciudad y me enseñó a llegar a la nueva residencia de los nicas; a quienes visité casi todos los días de primera semana en Kiev.

Una nueva etapa de mi vida comenzaba en una hermosa e histórica ciudad, en un nuevo ambiente. El reto era grande: ese nuevo mundo y yo.


Mi primer paseo en Kiev, con Nidia y Adil.