A la memoria de mi madre, gracias por no cortar mis alas.
A la memoria de Adolfo Martínez, gracias
por ayudarme a construir mis alas.
Transcurría la última semana del mes de agosto de 1985, mi avión a Moscú saldría al día siguiente y a la casa familiar llegaban amigos y primos para despedirse. Se suponía que no me verían en seis años (tiempo de duración de mi licenciatura) y quizás esperaban que yo estuviera en un mar de lágrimas, no lo sé, nunca lo sabré. Ahora que lo veo en retrospectiva, todos me miraban de forma extraña y la preguntas comunes eran: ¿no tienes miedo?, ¿extrañarás las comida y el picante? Con una certeza absoluta contesté que no, absolutamente no.
No puedo negar que, recién cumplidos mis 19 años y con la altivez propia de la juventud, a tan reiteradas preguntas pronto empecé a contestar con un toque de hartazgo, provocando que todos me respondieran con una mirada de desaprobación.
La víspera del vuelo no dormí, temía no levantarme a la hora para llegar, desde mi pueblo, al aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Nunca en la vida había subido a un avión y me auguraba un vuelo de veinte horas con dos escalas: La Habana y Shannon, Irlanda.
Para suerte mía en ese vuelo iban unos ocho jóvenes que también recibieron beca del gobierno de la Unión Soviética, me sentí aliviada. Pero mi madre no podía ocultar su angustia y yo simplemente no di importancia, el sueño más preciado de mi vida estaba a punto de iniciar.
Veinte horas de una cansado y fastidioso vuelo en la parte trasera de un avión de Aeroflot pronto me sacaron de la euforia inicial y no pude evadir entrar, poco a poco, en contacto con la realidad.
Observar por horas la inmensidad del Atlántico me hizo tomar conciencia de la distancia que me separaría de mi familia, de mi país. Aunque llegar a Shannon renovó mis ánimos, al terminar la escala tuve otra oleada de conciencia: ¡nos faltaba atravesar toda Europa!, ¡rayos!, ciertamente era enorme la distancia que me separaba de mi madre, del ser que más amaba... La realidad se hizo tangible, pero continuar literalmente entre las nubes ayudó.
"Todo lo que sube tiene que bajar", y por ello se anunció el descenso del avión y la pronta llegada al aeropuerto Sheremitievo. Luego de asegurar mi asiento comencé a pensar que había llegado el momento de una verdad irrefutable, ¿qué me esperaría?, ¿cómo saldría adelante en una cultura que desconocía por completo?, no tuve tiempo de pensar respuestas, se soltó el tren de aterrizaje y, al toque del avión con la pista, por primera vez en la vida sentí un miedo indescriptible, paralizante, de lo sucedido, han pasado ya treinta años y nunca más volví a tener una sensación como esa.