Por Fabiola Martínez
La parte difícil de vivir cinco
inviernos de gran calibre fue, desde mi experiencia, la cantidad de ropa usada
para salir y el uso adecuado de la misma. No había cabida para llevar botones
desabrochados o bufandas mal puestas, también era impensable salir sin gorro.
Por todo ello me era imposible voltear la cabeza con soltura. Si tenía que
mirar hacia atrás o alguien me llamaba, lo que hacía, más bien, era girar el
torso.
No recuerdo en qué mes se empezaba
a sentir una temperatura más agradable para pasear. Lo que sí recuerdo bien es
que el predominante paisaje nevado y el pesado ambiente color gris… Pero todo
lo que empieza tiene fin de terminar; en algún día del mes de abril o quizá
desde finales de marzo, por las calles comenzaba a correr agua con un poco de
lodo y el aire comenzaba a tener la calidad que da el estar a un grado sobre
cero.
El gozo de llevar abrigos más
ligeros me cambiaba el ánimo, incluso lograba hacerme caminar más despacio para
sentir cómo se derretía la nieve y se convertía en lodo, para sentir cómo caían
de los árboles gotas de agua y asombrarme por la manera en que se abría paso
una nueva vida.
Desde esa primera experiencia nunca
dejó de asombrarme ver cómo, de entre las ramas aún cubiertas de hielo se
asomaban, de forma casi tímida, el color verde de las primeras hojas. En pocos días
también comenzaban a salir algunas pequeñas flores, casi siempre color rosa o
blanco.
De esa primera vez, me llamó la
atención mi comportamiento casi indiferente ante los cambios de estaciones que
se vivían en mi tierra natal. Me reproché el no haberme detenido a ver cómo
crecen las nuevas hojas, las nuevas flores. Pensé que mi indiferencia se
derivaba, quizá, a la fortuna de vivir en un clima tan maravilloso como el del
centro de México.
Pasado el tiempo, también me di
cuenta que esa indiferencia se generaba también por el aprendizaje de la
mayoría de los adultos de mi alrededor, a través de la creciente pérdida de “capacidad
de asombro”. Esa capacidad que aún hoy lleva a miles y miles de mexicanos a
erosionar su tierra, generar basura, tirarla en carreteras, mares, calles y
alcantarillas…
En esa primavera de 1986, aprendí a
distinguir y a disfrutar cada detalle del cambio de estación; aprendí también a
maravillarme de la fuerza la naturaleza, generadora de vida renovada.
Hace dos semanas empecé a trabajar
en el tema de esta entrega, las tareas y la “tramitología” de mi vida no me
permitieron realizarla en tiempo y forma, lo cual tuvo su parte negativa, por
la falta de disciplina y constancia, por ejemplo, pero tuvo una parte positiva,
yo diría que hasta trascendental; pude preguntarme si el impacto visual y
sensorial de esa primavera del 86 se debía sólo a los efectos del final de mi
primer “gran” invierno o si en el fondo la vivencia se magnificaba al evocar mi
irrefrenable juventud.
Sí, en un primer momento corroboré
que la primavera es la estación del año que más evoca la fuerza y vitalidad de
la vida y de la juventud. En mis reflexiones, también me di cuenta de que a los
adultos, la vida nos presenta innumerables oportunidades de experimentar las
primaveras, por ejemplo, cada año con en los meses de marzo, en cada
oportunidad que nos damos para renovarnos e incluso en el despertar del día a
día.
¡Me gusta vivir!, amo la vida. Habrá
ocasiones en que abrirme paso a los pesares, problemas o vilezas de la gente me
dificulten el paso de una tarde o un par de días, tal como aquellas tiernas y
aparentemente débiles hojas que se abrían paso entre el agua fría y el hielo de
los árboles de Jarkov o Kiev… Pero la fuerza de la vida siempre termina por imponerse
y continúa regalándome el calor y la fortaleza del sol.
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Hace poco más de tres semanas, en una caminata en el vivero, recordé la impresión de la primera primavera en otro país. |