29 de marzo de 2016

Una nueva primavera

Por Fabiola Martínez


La parte difícil de vivir cinco inviernos de gran calibre fue, desde mi experiencia, la cantidad de ropa usada para salir y el uso adecuado de la misma. No había cabida para llevar botones desabrochados o bufandas mal puestas, también era impensable salir sin gorro. Por todo ello me era imposible voltear la cabeza con soltura. Si tenía que mirar hacia atrás o alguien me llamaba, lo que hacía, más bien, era girar el torso.

No recuerdo en qué mes se empezaba a sentir una temperatura más agradable para pasear. Lo que sí recuerdo bien es que el predominante paisaje nevado y el pesado ambiente color gris… Pero todo lo que empieza tiene fin de terminar; en algún día del mes de abril o quizá desde finales de marzo, por las calles comenzaba a correr agua con un poco de lodo y el aire comenzaba a tener la calidad que da el estar a un grado sobre cero.

El gozo de llevar abrigos más ligeros me cambiaba el ánimo, incluso lograba hacerme caminar más despacio para sentir cómo se derretía la nieve y se convertía en lodo, para sentir cómo caían de los árboles gotas de agua y asombrarme por la manera en que se abría paso una nueva vida.

Desde esa primera experiencia nunca dejó de asombrarme ver cómo, de entre las ramas aún cubiertas de hielo se asomaban, de forma casi tímida, el color verde de las primeras hojas. En pocos días también comenzaban a salir algunas pequeñas flores, casi siempre color rosa o blanco.

De esa primera vez, me llamó la atención mi comportamiento casi indiferente ante los cambios de estaciones que se vivían en mi tierra natal. Me reproché el no haberme detenido a ver cómo crecen las nuevas hojas, las nuevas flores. Pensé que mi indiferencia se derivaba, quizá, a la fortuna de vivir en un clima tan maravilloso como el del centro de México.

Pasado el tiempo, también me di cuenta que esa indiferencia se generaba también por el aprendizaje de la mayoría de los adultos de mi alrededor, a través de la creciente pérdida de “capacidad de asombro”. Esa capacidad que aún hoy lleva a miles y miles de mexicanos a erosionar su tierra, generar basura, tirarla en carreteras, mares, calles y alcantarillas…

En esa primavera de 1986, aprendí a distinguir y a disfrutar cada detalle del cambio de estación; aprendí también a maravillarme de la fuerza la naturaleza, generadora de vida renovada.

Hace dos semanas empecé a trabajar en el tema de esta entrega, las tareas y la “tramitología” de mi vida no me permitieron realizarla en tiempo y forma, lo cual tuvo su parte negativa, por la falta de disciplina y constancia, por ejemplo, pero tuvo una parte positiva, yo diría que hasta trascendental; pude preguntarme si el impacto visual y sensorial de esa primavera del 86 se debía sólo a los efectos del final de mi primer “gran” invierno o si en el fondo la vivencia se magnificaba al evocar mi irrefrenable juventud.

Sí, en un primer momento corroboré que la primavera es la estación del año que más evoca la fuerza y vitalidad de la vida y de la juventud. En mis reflexiones, también me di cuenta de que a los adultos, la vida nos presenta innumerables oportunidades de experimentar las primaveras, por ejemplo, cada año con en los meses de marzo, en cada oportunidad que nos damos para renovarnos e incluso en el despertar del día a día. 


¡Me gusta vivir!, amo la vida. Habrá ocasiones en que abrirme paso a los pesares, problemas o vilezas de la gente me dificulten el paso de una tarde o un par de días, tal como aquellas tiernas y aparentemente débiles hojas que se abrían paso entre el agua fría y el hielo de los árboles de Jarkov o Kiev… Pero la fuerza de la vida siempre termina por imponerse y continúa regalándome el calor y la fortaleza del sol. 
Hace poco más de tres semanas, en una caminata en el vivero,
recordé la impresión de la primera primavera en otro país.