Por Fabiola Martínez
Tener un lugar a dónde llegar en
Moscú es un tesoro invaluable, contar con el cariño y el hogar de la familia de
Tania me daba seguridad, cobijo y también me evitaba conseguir la ayuda de
compañeros que gestionaran permisos de pernocta en su residencia.
Martha y yo comenzamos a viajar a
Moscú pretextando mil asuntos por resolver, lo más curioso del caso es que
conseguíamos visa de viaje con cierta facilidad. En cada viaje nos procuramos
tiempo suficiente para continuar descubriendo los tesoros cercanos a la Plaza
Roja y los que resguardaba en interior del Kremlin donde, por cierto, se
resguarda un complejo de iglesias-museo de belleza indescriptible.
Caminar por la Plaza Roja era
agotador, sobre todo si lo hacíamos a finales de Otoño y principios de
Invierno. Martha y yo procurábamos usar nuestras chamarras y no el abrigo que
pesaba toneladas. Claro que usar chamarras implicaba otro “sacrificio”, que
consistía en estar forradas por un montón de suéteres y camisetas, además de la
bufanda, el gorro y los guantes. Al final del día siempre dolía el cuello y los
hombros, pues tanta ropa limitaba los movimientos básicos como girar la cabeza
para cruzar las calles, en vez de eso debíamos virar el torso completo.
Además de los múltiples museos y
lugares de interés, el corazón de Moscú nos ofrecía mayores oportunidades de
comer helado cubierto por una capa de chocolate, toda una delicia. Esos helados
eran nuestra perdición. Si bien logramos dejar de atascarnos de pasteles, nunca
dejamos de comer helado, lo cual era un gran avance, pues su venta en Jarkov
era poco frecuente y muy pocas veces lográbamos comprar aquellos cubiertos de
chocolate. Pero en el centro de Moscú descubrimos que, si de pronto se formaba
una fila de gente, teníamos el 95 por ciento de probabilidad de comprar
helados.
Un día nevado de invierno, Martha y
yo recorríamos el Jardín de Alejandro y la tumba del “Soldado Desconocido”
cuando nos percatamos de la formación súbita de una fila que no paraba de
crecer. En una operación bien organizada yo me formé en la fila, avisando a los
demás que venía con otra persona —de lo contrario me habría buscado una gran
bronca, pues estar en las filas era todo un arte donde se buscaba el predominio
del respeto—. Mientras, Martha fue de prisa a corroborar si el origen de la
fila eran los magníficos helados.
Cuando Martha regresó conmigo traía
cara de asombro y algo de confusión.
—Ya verifiqué para qué es la fila
y, ¿a que no te imaginas de qué se trata?
—¿No son helados?
—No, es la fila para entrar al
Mausoleo de Lenin. ¿Recuerdas que en clase de ruso nos explicaron que el cuerpo
embalsamado de Lenin estaba resguardado en el Mausoleo?
—Sí, pero no lo creí, a mí lo que
me gusta del Mausoleo es el cambio de guardia, no pensaba que fuera cierta esa
historia.
—La fila es muy larga, tardaremos poco
más de una hora en llegar ¿Nos quedamos?
—Sí. Aunque sigo sin creer.
Estar en la fila para el Mausoleo
fue una experiencia singular. Desde allí podíamos ver con calma el movimiento
de la gente, la arquitectura de los edificios y, un poco más avanzados,
podíamos admirar la famosa estrella del Kremlin, que se decía estaba hecha de
rubíes. Luego de estar en espera de entrar al Mausoleo, dejé de poner en duda
la verdad de esa estrella y me dediqué a contemplarla.
Los cuidados para quienes
ingresábamos al Mausoleo eran muchos, en cierto punto la fila fue custodiada
por vallas y militares, quienes nos iban instruyendo en lo que se podía y debía
hacer dentro y fuera del lugar. La gente que viajaba por Intourist tenía
preferencia y pasaba sin fila. Así que la espera se prolongaba.
Llegados al punto de no retorno, todos
dejamos las mochilas, bolsas o lo que tuviéramos cargando, a todos se nos
registró para asegurar que no llevábamos armas y objetos que pusieran en riesgo
el lugar. Debo admitir que, a partir de ese momento me sentí muy nerviosa, no
podía creer que, pasado tanto tiempo, tuvieran a un hombre embalsamado, nada
más y nada menos que al “padre” de la Revolución Bolchevique, tampoco podía
creer que tendría el privilegio de mirarlo, ¿será real?, me preguntaba una y
otra vez, pues ya no tenía permitido hablar con nadie que estuviera a mi lado.
Entré en un lugar que más bien
parecía una cámara oscura. Lo único iluminado era el cuerpo de Lenin. La fila
no podía detenerse más de cinco segundos, nadie debía tener las manos en los
bolsillos, no se debía hablar.
Poco a poco me tocó estar en el
punto más cercano. Sentí una especie de dolor en el estómago, eso fue de
nervios, a simple vista Lenin parecía pequeño, delgado, ciertamente su palidez
era como la de un muñeco de cera.
De repente escuché una orden con
voz severa y me moví del lugar, me tocaba salir. La luz del día molestaba mis
ojos, lo más rápido que pude me recuperé y recogí mi mochila, salí de la zona y
Martha me alcanzó. Para ambas fue una experiencia única, impactadas y con
hambre buscamos algo para comer e intercambiamos experiencias.
Luego del golpe de estado de 1991,
todos los monumentos y símbolos de la época soviética fueron cuestionados y
muchos de ellos atacados. Lo más paradójico del caso fue escuchar las opciones
que tenían para deshacerse tanto del mausoleo como del “cuerpo” de Lenin. ¡Qué cosas
tiene la vida!, el valor de los símbolos, hitos y mitos puede respaldar el
sentimiento de arraigo, orgullo y pertenencia de una nación y, en un parpadeo
puede formar parte del montón de desechos generados por la humanidad.