10 de noviembre de 2015

El día que conocí a Lenin

Por Fabiola Martínez

Tener un lugar a dónde llegar en Moscú es un tesoro invaluable, contar con el cariño y el hogar de la familia de Tania me daba seguridad, cobijo y también me evitaba conseguir la ayuda de compañeros que gestionaran permisos de pernocta en su residencia.

Martha y yo comenzamos a viajar a Moscú pretextando mil asuntos por resolver, lo más curioso del caso es que conseguíamos visa de viaje con cierta facilidad. En cada viaje nos procuramos tiempo suficiente para continuar descubriendo los tesoros cercanos a la Plaza Roja y los que resguardaba en interior del Kremlin donde, por cierto, se resguarda un complejo de iglesias-museo de belleza indescriptible.

Caminar por la Plaza Roja era agotador, sobre todo si lo hacíamos a finales de Otoño y principios de Invierno. Martha y yo procurábamos usar nuestras chamarras y no el abrigo que pesaba toneladas. Claro que usar chamarras implicaba otro “sacrificio”, que consistía en estar forradas por un montón de suéteres y camisetas, además de la bufanda, el gorro y los guantes. Al final del día siempre dolía el cuello y los hombros, pues tanta ropa limitaba los movimientos básicos como girar la cabeza para cruzar las calles, en vez de eso debíamos virar el torso completo.

Además de los múltiples museos y lugares de interés, el corazón de Moscú nos ofrecía mayores oportunidades de comer helado cubierto por una capa de chocolate, toda una delicia. Esos helados eran nuestra perdición. Si bien logramos dejar de atascarnos de pasteles, nunca dejamos de comer helado, lo cual era un gran avance, pues su venta en Jarkov era poco frecuente y muy pocas veces lográbamos comprar aquellos cubiertos de chocolate. Pero en el centro de Moscú descubrimos que, si de pronto se formaba una fila de gente, teníamos el 95 por ciento de probabilidad de comprar helados.

Un día nevado de invierno, Martha y yo recorríamos el Jardín de Alejandro y la tumba del “Soldado Desconocido” cuando nos percatamos de la formación súbita de una fila que no paraba de crecer. En una operación bien organizada yo me formé en la fila, avisando a los demás que venía con otra persona —de lo contrario me habría buscado una gran bronca, pues estar en las filas era todo un arte donde se buscaba el predominio del respeto—. Mientras, Martha fue de prisa a corroborar si el origen de la fila eran los magníficos helados.

Cuando Martha regresó conmigo traía cara de asombro y algo de confusión.
—Ya verifiqué para qué es la fila y, ¿a que no te imaginas de qué se trata?
—¿No son helados?
—No, es la fila para entrar al Mausoleo de Lenin. ¿Recuerdas que en clase de ruso nos explicaron que el cuerpo embalsamado de Lenin estaba resguardado en el Mausoleo?
—Sí, pero no lo creí, a mí lo que me gusta del Mausoleo es el cambio de guardia, no pensaba que fuera cierta esa historia.
—La fila es muy larga, tardaremos poco más de una hora en llegar ¿Nos quedamos?
—Sí. Aunque sigo sin creer.

Estar en la fila para el Mausoleo fue una experiencia singular. Desde allí podíamos ver con calma el movimiento de la gente, la arquitectura de los edificios y, un poco más avanzados, podíamos admirar la famosa estrella del Kremlin, que se decía estaba hecha de rubíes. Luego de estar en espera de entrar al Mausoleo, dejé de poner en duda la verdad de esa estrella y me dediqué a contemplarla.

Los cuidados para quienes ingresábamos al Mausoleo eran muchos, en cierto punto la fila fue custodiada por vallas y militares, quienes nos iban instruyendo en lo que se podía y debía hacer dentro y fuera del lugar. La gente que viajaba por Intourist tenía preferencia y pasaba sin fila. Así que la espera se prolongaba.

Llegados al punto de no retorno, todos dejamos las mochilas, bolsas o lo que tuviéramos cargando, a todos se nos registró para asegurar que no llevábamos armas y objetos que pusieran en riesgo el lugar. Debo admitir que, a partir de ese momento me sentí muy nerviosa, no podía creer que, pasado tanto tiempo, tuvieran a un hombre embalsamado, nada más y nada menos que al “padre” de la Revolución Bolchevique, tampoco podía creer que tendría el privilegio de mirarlo, ¿será real?, me preguntaba una y otra vez, pues ya no tenía permitido hablar con nadie que estuviera a mi lado.

Entré en un lugar que más bien parecía una cámara oscura. Lo único iluminado era el cuerpo de Lenin. La fila no podía detenerse más de cinco segundos, nadie debía tener las manos en los bolsillos, no se debía hablar.

Poco a poco me tocó estar en el punto más cercano. Sentí una especie de dolor en el estómago, eso fue de nervios, a simple vista Lenin parecía pequeño, delgado, ciertamente su palidez era como la de un muñeco de cera.

De repente escuché una orden con voz severa y me moví del lugar, me tocaba salir. La luz del día molestaba mis ojos, lo más rápido que pude me recuperé y recogí mi mochila, salí de la zona y Martha me alcanzó. Para ambas fue una experiencia única, impactadas y con hambre buscamos algo para comer e intercambiamos experiencias.


Luego del golpe de estado de 1991, todos los monumentos y símbolos de la época soviética fueron cuestionados y muchos de ellos atacados. Lo más paradójico del caso fue escuchar las opciones que tenían para deshacerse tanto del mausoleo como del “cuerpo” de Lenin. ¡Qué cosas tiene la vida!, el valor de los símbolos, hitos y mitos puede respaldar el sentimiento de arraigo, orgullo y pertenencia de una nación y, en un parpadeo puede formar parte del montón de desechos generados por la humanidad.