Por Fabiola Martínez
A unos tres meses de comenzar mis entregas en este blog recibí dos comentarios de gente muy querida y cercana a mi vida. El primero me dijo: ¿cómo, siendo tú y yo tan unidas no me había enterado de tantas cosas que platicas en tus entregas? El segundo cometó: Yo empecé a conocer a la verdadera Fabiola hasta que leí tu blog.
Había mucho de cierto en ambos comentarios porque, al estar fuera de mi país ocho años viviendo y aprendiendo de alegrías, errores, sinsabores y todo lo que conlleva como estudiante extranjera, me configuró una personalidad muy distinta a la que hubiese forjado si no hubiera salido de México.
En esas vacaciones del 86 comencé a comprenderlo, y no sólo porque la vida seguía sin mí, también porque nunca más volví a encajar como mi sociedad espera. En las charlas del reencuentro me era difícil describir cada una de las emociones de mi día a día en Jarkov, mis amigos pronto perdían interés en los detalles o sólo se limitaban a preguntarme cómo había logrado sobrevivir sin tortillas, salsas y todo tipo de chile que incluye la comida mexicana; también les interesaba saber si era verdad lo que se publicó en el libro "Parque Gorki", un best seller que yo desconocía.
Luego de preguntarme sobre la comida y el frío, los amigos, por cierto muy adultos ya, solían compartir sus anécdotas de cuánto sufrían por la comida cuando iban de visita a los Estados Unidos, de cómo en vacaciones de quince días su mayor deleite era tomar tequila y escuchar música mexicana con mariachi a todo volumen, sin importar que llegara la policía a callarlos. En ese contexto, ¿cómo podía hablarles de la sensación que me provocó el caviar negro, el borsh, la smetana, el pato frío y duro, los atracones de pastel de chocolate o los deliciosos pelmeni?.
Mi madre y hermanos sólo me abrazaban y mimaban como si mi visita fuera obra de un milagro, que en parte sí lo era porque todos nos habíamos programado para no vernos durante seis años, todos desconocíamos las bondades del mercado negro en una sociedad totalitaria como las del llamado bloque socialista.
La actitud que no comprendí, hasta pasados muchos años, fue la de los hermanos de mi madre y mis primos hermanos, hijos de éstos, exceptuando a mi primo Isaías, mi tío Eduardo, esposa e hijos. Me extrañaba que tíos y primos evitaran preguntarme cualquier cosa sobre mi viaje, como si negando la charla desapareciera el privilegio de mi beca en el extranjero. En reiteradas ocasiones algunas tías y tíos que me dijeron algo así como: "¿Ah, sí?, que te dieron una beca... ¡oye, pero qué gorda te pusiste!, ¡mira eso, pensamos que no ibas a aguantar! o... pero ¿ya te quedas o vas a regresar? Cuando yo intentaba hablar sobre sus afirmaciones, observaciones o preguntas, ellos perdieran interés en el tema y comenzaban a hablar de los partidos del mundial.
Me fue claro que con esos comentarios o con esa indiferencia querían lastimarme y sí lo lograron un tiempo, hasta que la experiencia que brinda la edad y la vida me enseñaron que sólo se trataba de pequeñeces: pequeñas personas aludiendo a pequeñas cosas, pues las grandes y maravillosas cosas de ese año eran sólo mías y de Jarkov.
Enfoqué mis energías en hablar con mis padres para que me financiaran las compras de lo mínimo necesario para sobrevivir al menos dos años: champú, jabón, toallas sanitaria, ropa realmente abrigable, gorros, guantes, tenis, zapatos para otoño, calcetas, etcétera. Lo que invirtieron mis padres fue asombroso, pues además compraron dólares para llevar de regreso a la URSS.
¿Podía haber felicidad mayor? Sí, la hubo. Mi hermano Adolfo, que estaba de regreso en el hogar familiar luego de terminar sus estudios de Biología, halló un empleo temporal mientras se ubicaba
en un trabajo acorde con su perfil de egresado; un día Adolfo me dijo:
-Carnala, ¿qué vas a hacer mañana?
-No sé, no tengo planes, ¿por?
-Te quiero llevar a México [en provincia, así aludimos a la Ciudad de México, capital del país], allí te compraré un regalo-.
-¡Sí, claro que vamos! -Mis ojos se iluminaron ante la iniciativa de mi héroe de infancia a pasar una mañana juntos.
-Mañana nos vamos muy temprano, te llamaré sólo una vez-. Me advirtió con el típico tono de superioridad que sólo ejerce el hermano mayor que sabe que está ante su fiel admiradora.
-Sí. -respondí impresionada.
El camino hacia Distrito Federal fue ameno, con Adolfo al fin pude tener una conversación sobre mis impresiones fuera de casa, sobre lo que había aprendido, pero por encima de todo, sólo a él y a mi tío Eduardo les importaba lo que yo tenía por compartir, eso es invaluable.
Llegando a la central camionera TAPO, Adolfo me aleccionó: "Carnala, vamos a la fayuca* de Tepito, allí venden buenos tenis, es mi regalo. Caminarás tan rápido como yo lo haga, no hablarás con nadie, no te apartarás de mí. Tan pronto como hayamos comprado saldremos del lugar rápido y con cuidado. ¿Entendiste?, sólo pude mover la cabeza en señal de afirmación.
Ya en Tepito, Adolfo me llevó hacia los locales de tenis y Adolfo me dijo:
-Escoge el par que más te guste.
-¿En serio?
-Sí, el que tú quieras.
Mi corazón quería salirse de mi pecho, era la primera vez en mi vida que tenía la oportunidad de comprar lo que me gustara sin considerar el precio. Las emociones de ese día eran muchas. Escogí unos tenis Nike color mostaza con el logotipo color naranja, el corte del calzado era muy estético y adecuado para caminar y trotar, según me comentó Adolfo, que era amante y practicante de atletismo.
Recuerdo que calcé los tenis para salir del enorme mercado y regresar a casa. La comodidad del calzado no tenía comparación, mientras caminaba pensaba... ¿esto es lo que calza el primer mundo?, ¡qué suerte la suya!
De ese regalo lo que quedó tatuado en mi corazón fue la actitud desprendida de mi hermano. Sin alardear, sin molestarme por mi logro o por mi sobrepeso o porque sí, me dio la primera mejor experiencia de mi vida en lo que a compras se refiere.
Mis padres y hermanos también fueron generosos, entre todos me dieron los productos, ropa y calzado para para regresar pertrechada a mi nueva aventura en Kiev.
Mis tíos Zaldivar organizaron otra comida para iniciar la despedida, esta vez, por fortuna, sólo estuvieron sus amigos de toda la vida, los Zenteno, los Romero y los Espejel. La reunión fue agradable porque, sobre todo Jorge y Gustavo, generaron una conversación amena, reconocieron y felicitaron mis logros, me alentaron a continuar y me compartieron algunos sabios consejos.
El azuzar de mis parientes palideció ante las genuinas muestras de cariño. No hacía falta más, estaba lista para regresar a la URSS, ávida de lo que me deparaba mi nuevo destino.