Por Fabiola Martínez
La franca llegada del otoño fue un deleite para mis sentidos. La temperatura ya era muy fresca pero lo suficientemente adecuada para pasear viendo los atardeceres de tantos y tantos jardines y parques públicos que había en Jarkov.
Creo que para todos los latinos, la gran maravilla era ver cómo los rayos del sol traspasaban las copas de los árboles, que poco a poco quedaban desnudas, dejando los delicados trozos de su atuendo en el suelo. ¡Dios!, ¡qué espectáculo!, no imaginaba que el color dorado de las hojas tuviera tantos tonos, no imaginaba la sensación cálida que provocaba el sol en mi cara.
Una tarde soleada, Martha y yo nos quedamos en el bosque cercano a casa y caminamos, recogí varias hojas del suelo, las seleccioné por tamaños y tonalidades. Reservé la más bella para mi madre, a pesar de no tener respuesta yo seguía escribiéndole y esa tarde envié también la hoja del parque.
Ya sin angustia, pero con cierto resentimiento por el curso de mi carrera, asistía a clases de biología y química. A las de física y matemáticas no con el mismo ímpetu. Cada paso de cada día era aprendizaje permanente, por ejemplo, nunca habría imaginado que en una universidad hubiera aulas especiales para cada materia, la más interesante era la de biología, quizá las demás me parecían áridas por un aprendizaje previo, aquel que nos hace pensar que las matemáticas son difíciles. Sigo creyendo que este pensamiento es inyectado en nuestro inconsciente para hacernos creer que somos incapaces. Hace unos veinte años entendí que las matemáticas son un lenguaje que abre mundos y los domina, de ahí que prácticamente nazcamos tatuados con ese sentimiento de derrota. Es mi humilde opinión.
Acostumbrada a soportar, sí ¡SOPORTAR!, el mal olor de mis compañeros de clase en la preparatoria y mi semestre en Antropología Social (en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla), y esa exigencia tácita de querer que todo el "proletariado" llegáramos vestidos con andrajos y guaraches con suela de llanta, me predispuso a creer que, al llegar a la tierra prometida de Lenin, me toparía con una conducta similar o más marcada. ¡Oh sorpresa!, fue todo lo contrario.
Sin excepción, todos los maestros usaban corbatas, saco, pantalón y camisa, dentro de sus limitantes y austeridades. Mis compañeros de la ex URSS, también recordarán que prácticamente todas las maestras vestían falda o vestido para dar clases, así también las soviéticas. Esta situación me parecía paradójica, pues ese código de atuendo era considerado correcto en la URSS. Era también una forma de mostrar respeto a la institución que los estaba formando como profesionales y profesionistas.
Mentalmente pensaba e imaginaba cómo habrían enfrentado mis "pandrosos" compañeros esta situación. Los que injuriaban a quienes no compartíamos sus gustos y estilos; como mi conclusión era que habrían sido mal vistos por no respetar el espíritu y trascendencia de un alma máter, quedaba satisfecha, al más puro estilo de un episodio de "Malcom el de en medio" y sus amigos creelboy.