16 de junio de 2015

El pan ajeno hace al hijo bueno

Mi eterna gratitud a Lila y Natasha

Cuando compartía con una amiga sobre nuestras experiencias de ser madres y la frustración de ver cómo los seres que amamos de forma indescriptible eligen otros caminos, ella sabiamente me dijo, “nuestra obligación como padres es enseñar todos los valores a nuestros hijos, es como echar diariamente a su costal tesoros, en su momento, nuestros hijos tomarán del costal lo que les sirva y lo aplicarán a su vida”. Escribo esta entrega pensando en mi madre, pero sobre todo, pensando en mi hijo, ese ser lleno inteligencia, potencial y sensibilidad que traje al mundo. Yo sé que llegará el día en que tome su costal y saque lo mejor que hay dentro de él.

En una semana o menos luego de llegar a Jarkov sucedió lo inevitable: Martha y yo nos quedamos sin dinero. Faltaban dos días hábiles y un fin de semana para cobrar el estipendio y apenas nos quedaban unos kopeks* para comprar la comida más barata.

Con el transporte no había problema porque compramos una especie de ficha (de cartón) para pagar los autobuses o trolebuses del mes: el famoso prosnoi. Martha y yo fuimos a dos tiendas cercanas para decidir qué comprar para sobrevivir. Nos alcanzó para una rejilla de betabel (remolacha).

Antes de instalarnos en la habitación 74, las ucranianas que compartirían ese espacio con nosotras habían llegado de sus pueblos, se instalaron, dejaron algunos de sus víveres y se fueron al koljoz*. Esto no lo supimos hasta que, movidas por el hambre, Martha y yo comenzamos a buscar en toda la habitación alguna olla o cuchillo para cortar y cocinar el betabel… No tuvimos suerte con las ollas.

Descubrimos cuchillos, té negro, azúcar y una caja grande llena de papas colocadas debajo de la cama de nuestras compañeras. Martha y yo nos sentamos frente al tesoro recién descubierto y nos miramos a los ojos preguntándonos si estábamos dispuestas a robar comida. En el razonamiento de pros y contras, encontramos la justificación perfecta diciéndonos que confesaríamos la falta y las pagaríamos o compraríamos en cuanto nos pagaran. El asunto de dónde cocinarlas lo resolveríamos con los latinos o con las mexicanas Marina y Vero. Todo estaba justificado… sin embargo no pudimos movernos de ese lugar.

¿Por qué pensar en robar algo si teníamos una rejilla de betabel?... Porque a ninguna de las dos nos gustaba el betabel, ¡Zaz!

Le conté a Martha que yo era una hija obediente y buena con mamá (¡ajá!), pero en la vida había dos comidas que inflexiblemente le rechacé a pesar del hambre que pudiera tener en casa: el hígado de res y el betabel.

En una familia numerosa y con grandes carencias económicas, mamá siempre se ocupó de buscar las opciones de alimento que nos aseguraran contar con proteína, calcio, hierro, etc. También buscó todas las variantes para que nos fuera menos monótona la repetición de esa comida: hígado encebollado, entomatado, con papas, también hacía todas las versiones posibles de betabel… en fin. Mis hermanos cedieron y hasta hoy comen hígado, pero yo nunca. Martha tenía otras razones para rechazarlo y por ello nos contamos toda clase de historias para robar esas papas.

El hambre apremiaba pero la conciencia era más fuerte que nosotros, simplemente no pudimos robar ni una papa, nos avergonzamos tanto de nuestros pretextos que sólo nos miramos, metimos el cajón y llevamos la reja de betabel a la cocina para lavarla. Era tal la vergüenza que ni nos atrevimos a pedir una olla prestada. Regresamos al cuarto, pelamos y partimos el betabel y nos lo comimos en silencio porque la voz de mi conciencia traía a mi mente todas las veces que rechacé la comida de mamá y me arrepentí desde lo más profundo de mi ser.

No tengo palabras para describir lo que sentía, sólo recuerdo que tomé el recipiente con azúcar para colocarla sobre mis rodajas. Esa fue nuestra comida y cena, también fue el menú completo del día siguiente. No recurrimos a nadie para pedir prestado dinero, ni para que nos invitaran a comer, asumimos con firmeza nuestra realidad.

El sábado por fin conocimos a nuestras compañeras: Natasha y Lila, eran estudiantes de primero o segundo curso de la Facultad de Historia de la Universidad y cursaban una carrera llamada “Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética”, ¡sí!, como lo están leyendo, había una carrera que se especializaba en ese tema. Esos estudiantes eran los elegidos para compartir con extranjeros “capitalistas” por su “firme convicción socialista y por su compromiso para custodiar la integridad de su nación, es decir, para vigilar que nuestras actividades no fueran ajenas a los estudios.

Para el primer otoño, engordé diez kilos, entre las tardes de té con Lila y el cuidado de no pasar hambre, comí el equivalente a dos inviernos. Cuando mamá vio esta foto que mandé, dijo con preocupación: ¡ella no es mi hija! Y el resto del año gané unos ocho kilos más. 
Mis nuevas compañeras trajeron mermeladas caseras, mantequilla, sartenes y deliciosas conservas hechas en casa. Como pudieron, se presentaron con nosotras y luego se prepararon un exquisito desayuno-almuerzo. Al percatarse de que ni Martha ni yo nos levantamos de la cama para preparar de comer y tampoco salimos al comedor estudiantil, nos preguntaron si estábamos tristes, deprimidas o enfermas.

Con vergüenza les platicamos que administramos mal el dinero y lo acabamos, someramente les dijimos nuestra dieta de remolacha. Ellas se enfadaron mucho con nosotras, a señas y con ayuda del poco ruso de Martha recibimos una fuerte regañada; sacaron su caja de papas y nos reclamaron por no comerlas. Con una mezcla de ruso, inglés y señas, les contamos nuestra vergüenza de tomarlas pero no se conformaron con la explicación.

Y es que los hijos y nietos de personas que vivieron la Segunda Guerra Mundial, particularmente la muy castigada Ucrania, tenía otra conciencia con respecto a la comida. Desde la Segunda Guerra hasta el año de 1985, habían transcurrido 40 años y la sombra del hambre, el frío y la muerte seguía presente, es más, no sólo era la sombra, también se percibían los latidos de la vida recuperada y del dolor de perder a casi ocho millones de los suyos.

Así que para Natasha y Lila, como para todos los soviéticos que conocí, no había cabida para que ninguna persona pasara hambre, sacaron sus víveres y nos prepararon la más deliciosa comida. Mientras comía pedí perdón a mi madre y hasta el día de hoy sigo dando gracias a Dios por trabajar arduamente para generar algo o mucho para comer. Desde ese día hasta hoy, hago lo posible y lo imposible para no revivir esa fuerte vivencia. 

*El kopek es el nombre de la moneda fraccionaria del rublo en la URSS.