Mi
eterna gratitud a Lila y Natasha
Cuando compartía
con una amiga sobre nuestras experiencias de ser madres y la frustración de ver
cómo los seres que amamos de forma indescriptible eligen otros caminos, ella
sabiamente me dijo, “nuestra obligación como padres es enseñar todos los
valores a nuestros hijos, es como echar diariamente a su costal tesoros, en su
momento, nuestros hijos tomarán del costal lo que les sirva y lo aplicarán a su
vida”. Escribo esta entrega pensando en mi madre, pero sobre todo, pensando en
mi hijo, ese ser lleno inteligencia, potencial y sensibilidad que traje al
mundo. Yo sé que llegará el día en que tome su costal y saque lo mejor que hay
dentro de él.
En una semana o
menos luego de llegar a Jarkov sucedió lo inevitable: Martha y yo nos quedamos
sin dinero. Faltaban dos días hábiles y un fin de semana para cobrar el estipendio
y apenas nos quedaban unos kopeks* para comprar la comida más barata.
Con el
transporte no había problema porque compramos una especie de ficha (de cartón)
para pagar los autobuses o trolebuses del mes: el famoso prosnoi. Martha y yo fuimos a dos tiendas cercanas para decidir qué
comprar para sobrevivir. Nos alcanzó para una rejilla de betabel (remolacha).
Antes de
instalarnos en la habitación 74, las ucranianas que compartirían ese espacio
con nosotras habían llegado de sus pueblos, se instalaron, dejaron algunos de
sus víveres y se fueron al koljoz*.
Esto no lo supimos hasta que, movidas por el hambre, Martha y yo comenzamos a
buscar en toda la habitación alguna olla o cuchillo para cortar y cocinar el
betabel… No tuvimos suerte con las ollas.
Descubrimos
cuchillos, té negro, azúcar y una caja grande llena de papas colocadas debajo
de la cama de nuestras compañeras. Martha y yo nos sentamos frente al tesoro
recién descubierto y nos miramos a los ojos preguntándonos si estábamos
dispuestas a robar comida. En el razonamiento de pros y contras, encontramos la
justificación perfecta diciéndonos que confesaríamos la falta y las pagaríamos
o compraríamos en cuanto nos pagaran. El asunto de dónde cocinarlas lo
resolveríamos con los latinos o con las mexicanas Marina y Vero. Todo estaba
justificado… sin embargo no pudimos movernos de ese lugar.
¿Por qué pensar
en robar algo si teníamos una rejilla de betabel?... Porque a ninguna de las dos
nos gustaba el betabel, ¡Zaz!
Le conté a
Martha que yo era una hija obediente y buena con mamá (¡ajá!), pero en la vida
había dos comidas que inflexiblemente le rechacé a pesar del hambre que pudiera
tener en casa: el hígado de res y el betabel.
En una familia
numerosa y con grandes carencias económicas, mamá siempre se ocupó de buscar
las opciones de alimento que nos aseguraran contar con proteína, calcio,
hierro, etc. También buscó todas las variantes para que nos fuera menos
monótona la repetición de esa comida: hígado encebollado, entomatado, con papas,
también hacía todas las versiones posibles de betabel… en fin. Mis hermanos
cedieron y hasta hoy comen hígado, pero yo nunca. Martha tenía otras razones
para rechazarlo y por ello nos contamos toda clase de historias para robar esas
papas.
El hambre
apremiaba pero la conciencia era más fuerte que nosotros, simplemente no
pudimos robar ni una papa, nos avergonzamos tanto de nuestros pretextos que
sólo nos miramos, metimos el cajón y llevamos la reja de betabel a la cocina
para lavarla. Era tal la vergüenza que ni nos atrevimos a pedir una olla
prestada. Regresamos al cuarto, pelamos y partimos el betabel y nos lo comimos
en silencio porque la voz de mi conciencia traía a mi mente todas las veces que
rechacé la comida de mamá y me arrepentí desde lo más profundo de mi ser.
No tengo
palabras para describir lo que sentía, sólo recuerdo que tomé el recipiente con
azúcar para colocarla sobre mis rodajas. Esa fue nuestra comida y cena, también
fue el menú completo del día siguiente. No recurrimos a nadie para pedir
prestado dinero, ni para que nos invitaran a comer, asumimos con firmeza
nuestra realidad.
El sábado por
fin conocimos a nuestras compañeras: Natasha y Lila, eran estudiantes de
primero o segundo curso de la Facultad de Historia de la Universidad y cursaban
una carrera llamada “Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética”, ¡sí!,
como lo están leyendo, había una carrera que se especializaba en ese tema. Esos
estudiantes eran los elegidos para compartir con extranjeros “capitalistas” por
su “firme convicción socialista y por su compromiso para custodiar la
integridad de su nación, es decir, para vigilar que nuestras actividades no
fueran ajenas a los estudios.
Mis nuevas
compañeras trajeron mermeladas caseras, mantequilla, sartenes y deliciosas
conservas hechas en casa. Como pudieron, se presentaron con nosotras y luego se
prepararon un exquisito desayuno-almuerzo. Al percatarse de que ni Martha ni yo
nos levantamos de la cama para preparar de comer y tampoco salimos al comedor
estudiantil, nos preguntaron si estábamos tristes, deprimidas o enfermas.
Con vergüenza
les platicamos que administramos mal el dinero y lo acabamos, someramente les
dijimos nuestra dieta de remolacha. Ellas se enfadaron mucho con nosotras, a
señas y con ayuda del poco ruso de Martha recibimos una fuerte regañada;
sacaron su caja de papas y nos reclamaron por no comerlas. Con una mezcla de
ruso, inglés y señas, les contamos nuestra vergüenza de tomarlas pero no se
conformaron con la explicación.
Y es que los
hijos y nietos de personas que vivieron la Segunda Guerra Mundial,
particularmente la muy castigada Ucrania, tenía otra conciencia con respecto a
la comida. Desde la Segunda Guerra hasta el año de 1985, habían transcurrido 40
años y la sombra del hambre, el frío y la muerte seguía presente, es más, no
sólo era la sombra, también se percibían los latidos de la vida recuperada y del
dolor de perder a casi ocho millones de los suyos.
Así que para
Natasha y Lila, como para todos los soviéticos que conocí, no había cabida para
que ninguna persona pasara hambre, sacaron sus víveres y nos prepararon la más
deliciosa comida. Mientras comía pedí perdón a mi madre y hasta el día de hoy
sigo dando gracias a Dios por trabajar arduamente para generar algo o mucho
para comer. Desde ese día hasta hoy, hago lo posible y lo imposible para no revivir
esa fuerte vivencia.
*El kopek es el nombre de la moneda fraccionaria del rublo en la URSS.