Por Fabiola Martínez
Enero de 1987 inició con cambios notorios, que entonces no se vislumbraron en su dimensión exacta. Los estudiantes de mi generación comenzamos a cursar nuevas asignaturas, dos de ellas se quedaron fijas, como Historia, Metodología y Pedagogía, además de disfrutar de nuevas modalidades de clase a través de seminarios y talleres.
Antes de la primera quincena de enero, un nutrido grupo conformado principalmente por jóvenes, salió a las calles a celebrar la Navidad con una especie de peregrinación, con cantos y huevos de pascua... ¿Navidad en esas fechas?
Mis amigas soviéticas me explicaron que, a partir de la confianza que estaba generando la Perestroika, la gente comenzó a retomar algunas tradiciones, una de las más queridas era la Navidad.
-Pero si la Navidad fue en diciembre.
-La iglesia ortodoxa rusa todavía se rige por el calendario juliano, así que la Navidad es hoy.
-Entonces, a su pueblo no se le prohibió practicar la religión.
-Sí se prohibió, pero la gente nunca dejó de creer del todo. Mi abuela, por ejemplo, siempre oró en Navidad y escupía hacia el piso cada vez que se pronunciaba el nombre de Stalin. Pero sólo lo hacía ella, los demás obedecíamos y callábamos.
-¿Por qué llevan huevos pintados como en las celebraciones gringas?
-No lo sé, no conozco nada de religión.
Otro cambio notable para mí fue conocer que en Kiev se aplicaba con más rigor la ley seca. Honestamente no recuerdo todos las medidas tomadas para luchar contra el alcoholismo, lo que recuerdo bien es que los fines de semana la Milicia podía revisar de principio a fin cualquier residencia estudiantil y arrestar a quienes estuvieran tuvieran en su poder más botellas de vodka del permitido.
Recuerdo que a la residencia de Valeri la Milicia solían llegar con más frecuencia a revisar, para eso evitarse problemas los chicos diseñaron una estrategia casi perfecta para esconder su arsenal de alcohol.
Otro cambio relevante consistió en ver al gobierno soviético abordar el tema del sida con mayor fuerza y en diversos medios. A pesar de que el gran año de la novedosa infección de transmisión sexual (its) fue 1985, es posible que sólo hasta 1987 el gobierno soviético aceptó la inevitable realidad e implementó medidas más cautelosas para controlar lo que a su parecer era la llegada del sida a su país.
Respecto al sida, recuerdo que los comentarios populares señalaban que, al tratarse de un asunto clínico propio de homosexuales y personas provenientes de países africanos (teoría difundida, creo, que por el gobierno de los Estados Unidos), habría que tomar medidas con los extranjeros y las personas de preferencias sexuales distintas a las socialmente aprobadas, principalmente.
Creo que desde enero de ese año, todos los estudiantes extranjeros radicados en Kiev (tal vez también los de toda la URSS), fuimos obligados a realizarnos exámenes Elisa cada seis meses. Recuerdo que desde el primer examen hasta el último que nos practicaron masivamente, observé una evidente tendencia a practicar un doble examen a los alumnos de origen africano. En caso de resultar positiva la prueba de alguien, lo único que sucedía era que te mandaban de regreso a tu país, lo mismo que hacían si detectaban sífilis.
Como resultado de someternos a esta fuerte presión y de conocer una versión del sida tal alejada de la realidad, entre los estudiantes extranjeros se desató una broma llena de un negro sentido de humor que iba más o menos así.
-¿Sabes que el sida es la enfermedad del siglo XX?
-Sí, eso he escuchado.
-¿Y sabes por qué esa enfermedad no puede llegar ni a Japón ni a la URSS?
-Mmm, no sé, ¿porque ambas son potencias mundiales?,
-No, no llegará aquí ni a Japón porque es la enfermedad del siglo XX y acá vivimos en el siglo XIX y en Japón ya están en el XXI.
En su momento el chiste me pareció muy ingenioso y me reí mucho, sin considerar toda la carga política y social que conllevaba, finalmente, esa es una de las funciones del humor negro, lo que en silencio pensaba era: "me jodí, vengo de un país del siglo XX".
En mi entrega pasada resalté las interminables charlas intelectuales con mis amigas, pues bien, no era una exaltación de mi memoria, ni el reciente reencuentro con mi amiga Franki, ¡no!, el camino abierto por la Perestroika hizo que muchos soviéticos tuvieran confianza de compartir las vivencias más íntimas de sus padres y abuelos, sus verdaderos puntos de vista sobre el sistema, sus anhelos y sus miedos. Estar allí, con mis amigas, en esos momentos profundos de reflexión y conciencia me convirtieron en una de las personas más afortunadas del último gran suceso del siglo XX.