Por Fabiola Martínez
Es curioso cómo coincide el tiempo, cómo se acomodan los sucesos para seguir relatando la vida en la URSS. Hace 29 años, por estas fechas, días antes y después, orienté mi atención al proceso de embarazo. Para entonces, el abasto de productos se agudizaba, por ejemplo, un artículo tan elemental como el té negro, se había convertido en un producto casi de lujo.
Las costumbres de los latinoamericanos se habían modelado en mucho a las costumbres locales y por ello nos resultaba imprescindible tener té negro, quien localizaba una tienda con abasto solía correr la voz y los demás corríamos a comprar.
En ese periodo, empezó a venderse en abundancia té verde, las tiendas estaban atascadas y todos nos conformamos con él. Pasaron al menos un par de semanas o quizás más, cuando, gracias a la apertura en los medios de información, se publicó una nota donde nos pedían no consumir el té verde, ya que había sido sembrado o tratado en lugares contaminados por la radiación de Chernóbil.
Además del té, había otros productos contaminados, el que tengo presente es la leche, pues a mí me gustaba tomar una taza de leche caliente con cocoa antes de dormir (una costumbre muy mexicana).
Cuando Valery llegó a nuestra habitación con el periódico en la mano, me puse frenética y tiré todo el té que habíamos acumulado (una tradición de los regímenes totalitarios). Comencé a reclamar a Valery lo que no podía reclamar al sistema. Sentí terror por el proceso de gestación que vivía. Por mi mente pasaron las peores imágenes de tragedia, ¡qué barbaridad!
En pocos años me di cuenta de que, después de tener la capacidad de engendrar vida, otro gran regalo que llega con los hijos es que gocen de salud. Sí, aunque la frase sea un lugar común, la verdad yo sólo deseaba salud para mi hijo, regalo que me fue concedido. Otras muchas madres no tuvieron la misma suerte y por esas tierras lejanas a México y cercanas a Chernóbil, aún nacen niños enfermos, discapacitados y personas con un sin fin de enfermedades.
Hace 33 años llegué a URSS, un año después tuvo lugar la explosión nuclear más peligrosa del mundo y hace 29 que comencé esta narración, la radioacitividad es un enemigo letal y silencioso al que fui restando importancia, como si al ignorar el daño se detuviera. Es vergonzoso confesar que, sólo ante el peligro que podía correr mi hijo, tomé consciencia del peligro en que había estado mi salud.
Quizá por esta confesión entiendo lo difícil que resulta tomar consciencia respecto a la acción humana en el medio ambiente, tal vez es más difícil cambiar hábitos, pero sí se puede. Basta ver los desastres naturales con los que es azotado el planeta entero. Pero la política y la consciencia, al parecer, son enemigos, sin ir más lejos, en mi país el Ejecutivo Federal pretende construir un tren en una de las principales zonas naturales protegidas, sin estudio de impacto ambiental, por que sí, porque quiere, porque puede... También está encaprichado con una hidroeléctrica y una refinería en sitios que hacen peligrar el frágil equilibrio del humano y su entorno. Pero tiene el escudo, escusa y pretexto de contar con legitimidad avalada por 30 millones de votos. Cuando legitimidad y legalidad no son sinónimos pero, ¿qué más le da a él y a sus simpatizantes?