13 de junio de 2017

Tardes grises, noches largas

Por Fabiola Martínez Díaz

Corría el tercer año de invierno en la estepa ucraniana, y yo, tan bendecida por nacer y crecer en una tierra con los mejores climas, llenos de sol intenso, ya sentía nostalgia de su abrigo, de su luz. Por muy buena que haya sido mi disposición hacia la vida que elegí, llegaba un punto en que la melancolía me embargaba ante el panorama de las tardes grises y las noches largas. 


Como siempre, mi refugio era visitar la habitación de Natasha y Belinda, tomar té y charlar hacia umbrales de mayor introspección. 


Hablar desde las entrañas en un segundo idioma no era sencillo, así que yo hablaba en español, Natalia en ruso... Hubo días en que Naty y yo sentimos más "morriña", pues Beli, tan diligente y proactiva, se había lanzado a Moscú a promover su cambio de carrera a la mejor universidad de la capital. Tener conciencia de la posibilidad de perderla nos pesaba. 


No sé cómo ni por qué, cambiamos el sitio de charla, dejamos de sentarnos a la mesa para hacerlo junto a la ventana... Esa bendita ventana con vista hacia alguna estación de trenes que nos llevaba a pensar en los avatares de la vida. 


Gracias las reflexiones que se generaban al contemplar paisajes tales, me percaté del error que estaba cometiendo al abandonar mi entrenamiento de atletismo en pista techada. 


Y es que el frío, los anocheceres tempranos y el tener que transportarme al complejo deportivo en electrichka (algo así como tren suburbano) , avivaban mi pesadumbre por falta de sol. 


Pero un momento de determinación lo cambia todo. El día que dejé la auto compasión me puse de acuerdo con las chicas de mi residencia para ir al complex. Resultó que el viaje en electrichka y la nieve, junto a ellas, fue muy divertido. Tengo muy presente que nuestra parada quedaba en una ligera colina y todas, en vez de caminar, nos deslizábamos sentadas, sobre la nieve, como si fuésemos niños. ¡Qué alegría!


Llegando al complex estaba el entrenador y el resto del equipo, todos puntuales nos formamos para solicitar el préstamo de tenis para pista de tartán −a los que yo llamaba pinchos−, éramos muchos jóvenes, la mayoría estudiantes, con un tiempo y lugar determinado para entrenar. 


Las excelentes condiciones de la pista me asombraron, también la manera ordenada que cada equipo teníamos para entrenar. Junto a mi equipo entrenaban unas chicas como de 15 años, eran altas y se les veía un buen rendimiento. Nada que ver con el mío. 


En esos entrenamientos mi querido profesor era más diligente con sus indicaciones: pesas, tiempos, pulso, pero sobre todo, la exigencia de ducharnos sólo el cuerpo al término de cada sesión, para limpiar nuestros poros, cerrarlos y atemperarnos. Cuestión que dejaría mudas a muchas madres mexicanas. 


Para el cierre de la temporada invernal se organizaba una competencia en diferentes categorías. Mi entrenador me presionó mucho para competir, pero honestamente, sólo con ver la estatura y zancadas de las niñas de 15 años, me temblaban las piernitas. 


−Debes competir, es importante.

−Pero yo soy muy pequeña y no tengo condición para correr velocidad. 
−Bueno, te pongo en la competencia de 800 metros. 
−Por favor no, perderé... 
−Eso no importa, ¿está bien?, debes medirte con alguien más. 
−No hace falta porque perderé. 
−Ya veremos. También estará tu compañera (no recuerdo el nombre pero era soviética)
−¡Pero ella es alta!
−Vamos, no temas, sólo es un trámite. 
−Está bien, lo haré. 

El día de la competencia me sentía nerviosa, pensaba en la vergüenza que sentiría al ser derrotada por unas niñas, pero me tragué el orgullo, me planté en mi carril e hice todo lo que me enseñaron, para mi mal, competiría contra las niñas a las que tanto temía. 


Las cuatro vueltas que debía dar a la pista me parecieron eternas, obviamente las niñas llegaron a la meta con tiempos formidables, pero mi compañera de equipo y yo luchábamos por no desfallecer ante la presión impuesta. 


No olvido que antes de llegar a los últimos 50 metros, recuperé distancia con mi compañera y empecé a rebasarla. ¿De dónde rayos saqué fuerza?, aún lo ignoro, pero esa competencia se convirtió en uno de mis mayores orgullos: fui la penúltima, no la última; además rompí el mito limitante que forjé respecto a mi propia estatura y la zancada. 


Aunque la verdadera gran enseñanza fue darme cuenta que la actitud lo es todo, o casi todo. Rompí el ciclo nostálgico de las tardes grises y las noches largas para vivir la experiencia de entrenar en invierno, en condiciones que nunca pensé que existieran en países como la URSS.