17 de enero de 2017

Diez formas del amor

Por Fabiola Martínez


Como siempre, el inicio de la primavera alegraba nuestro ánimo para vivir. Usábamos abrigos más ligeros y podíamos prescindir del gorro. La promesa de un clima más cálido nos hacía caminar gustosos en las calles enlodadas por la nieve derretida. 

Los primeros días de esa primavera solía viajar de regreso a casa con las cubanas de mi residencia. Una tarde tuve la fortuna de revivir la experiencia de descubrir el milagro de la primavera a través de los rostros alegres de mis amigas. Ellas, acostumbradas a vivir en la exuberancia del trópico, de repente descubrieron la belleza de los brotes de hojas y flores en árboles y arbustos... Aún tengo presente la cara de felicidad de mi amiga Georgina. 

Todos teníamos ánimos de fiesta y travesura. En mi residencia las chicas latinas nos poníamos de acuerdo para robar los identificaciones de nuestros novios o de las amistades con las que queríamos seguir pasándola bien. Por supuesto éramos el dolor de cabeza de las babushkas y pronto nos redujeron el número de guardias en la recepción. 

Fue necesario inventar otras formas de lidiar con nuestra primavera, buscamos entradas por las ventanas del sótano, por las puertas de emergencia o nos poníamos de acuerdo para generar fuertes distracciones y propiciar las condiciones para que alguien robara todas las identificaciones que se pudiera. 

En el KIIGA, los chicos implementaban también sus estrategias, todas ellas muy creativas. Una noche de sábado, aprovechando que los soviéticos no identifican con facilidad las diferencias fisonómicas de un hombre y una mujer mulatos, varios chicos se disfrazaron de mujeres para recoger las identificaciones de sus amigas. Ese movimiento fue fantástico, 

En diversas ocasiones, junto con otras chicas, entré a la residencia del KIIGA por las ventanas de las duchas comunes o por las puertas clausuradas que daban al sótano.

Cuando las medidas implementadas para contrarrestar nuestras acciones fueron más severas, los chicos buscaron una habitación en el primero o segundo piso, amarraron varias sábanas, las acomodaron a manera de columpio y me subieron a la residencia. Entre risas y asombro los traseúntes observaron la exitosa maniobra. 

Ocasionalmente, cuando somos jóvenes y queremos comernos al mundo en dos bocados, 
podemos ser sorprendidos en flagrancia por pequeñeces. Me sucedió una mañana de primavera. Valeri, un compañero libanés, unas compañeras cubanas y yo viajamos en el autobús sin ponchar nuestro boleto, apostando a las pocas revisiones de los supervisores de transporte. Justo ese día el autobús no continuó su trayecto habitual, más bien se detuvo en el paradero de autobuses, creo, el de la plaza Lev Tolstoi. 

Ese día el propio operador realizó la supervisión de boletos o pases de transporte y nosotros fingimos demencia argumentando que perdimos el boleto. El operador nos ordenó comprar un boleto, poncharlo y bajarnos del autobús, de lo contrario nos entregaría a la policía. Nuevamente sostuvimos que no traíamos dinero y no podíamos hacerlo. 

El hombre no se tragó nuestro cuento, cerró el autobús y lo arrancó con los siete extranjeros dentro. Muertos de miedo juntamos dinero para los boletos e hicimos todo lo que desde un principio debimos hacer: pagar por el servicio. 

Un refrán anónimo dice que "los valientes de palabras son muy ligeros de pies", y sí, en cuanto fuimos liberados del autobús salimos corriendo hacia nuestros respectivos planteles. Para mí, ese fue el último día de viajes gratis. Lo que sí seguí haciendo fue buscar todas las formas posibles de colarme en otras residencias para pernoctar, después de todo, la primavera de los veinte sólo se vive una vez.