Por Fabiola Martínez
No tengo claro cuántos días antes y cuántos después estuvo en el hospital de maternidad mi amiga. Lo que tengo muy presente es su carita alegre asomada a la ventana saludándonos a Vic y a mí. Se veía radiante, como siempre, parecía que nada había cambiado en ella.
Víctor fotografió cada segundo del importante suceso: el recibimiento de su esposa e hijo. Era un día feliz, como se aprecia en la imagen. Luego de su salida estuve en la residencia de mi amiga un día o dos intentando ser de ayuda. En ese lapso le conté a Martha la cautivadora sensación que me había provocado el edificio del Palacio de Invierno. Ella y las soviéticas de su habitación comentaron lo difícil que era entrar al Hermitage, pues siempre tenían entrada preferente los turistas que visitaban el sitio y pagan con divisa.
-Puedes ir mañana temprano-, me dijo Martha-. Nada pierdes con probar. Lleva tu pasaporte mexicano y haz la fila para todo el público, si ves que se pone muy difícil intenta pagar tu entrada con divisa.
Me alisté para salir temprano hacia el Hermitage. Sólo era cuestión de desayunar y asegurarme de llevar papeles y algo de dinero. Esta vez no cargué nada para comer, así evitaría demorar mi entrada al museo.
Salí de la residencia de Martha y caminé hacia mi destino. Desde mi primera visita en invierno me agradó la estratégica posición del antiguo inmueble estudiantil, era sencillo llegar a todos los hermosos lugares de la ciudad. En poco tiempo estaba frente a la entrada del anhelado museo. De los camiones de Intourist comenzaban a bajar los turistas extranjeros. Identifiqué la puerta y la fila para los residentes y me formé, siempre tuve la certeza que correría la misma suerte que cuando me formé en la fila para ver a Lenin en su Mausoleo. Para mi suerte ésta era corta y se movió rápido, más de lo que pensé.
En poco tiempo me encontraba ante la entrada de la primera sala de exhibición. ¡Lo había logrado y no lo podía creer!... Cero divisas, cero problemas, cero preguntas, poco tiempo de espera. Los siguientes acontecimientos son de difícil descripción.
Conocer las colecciones de pintura del museo ya era una maravilla, tener esa experiencia dentro de un auténtico palacio no tenía precedente. No sabía a qué prestarle mayor atención; a las exposiciones o a la exquisita decoración de cada sala...
Sumergida en mi perplejidad tuve contacto con la colección de madonnas y, entre ellas estaba una de Leonardo da Vinci. Me detuve más tiempo ante ella intentando percibir aquello que se decía del trabajo del pintor. Honestamente me fue imposible, estaba abrumada o quizás tenía alterados mis sentidos.
Caminé uno o dos salones más y me encontré con el increíble salón de malaquita. Creo que allí se exponían más muebles y objetos que pinturas, los curadores tuvieron razón, en ese lugar no había forma de centrar la atención a otra cosa que no fuera el entorno. El salón fue y sigue siendo uno de mis favoritos.
Entre una sala y otra del primer piso, vi un croquis del museo, me di cuenta que no había visto ni una cuarta parte y ya llevaba horas dentro. Como tenía hasta las cinco de la tarde para concluir el recorrido, el resto del Hermitage lo caminé intentando capturar el todo. Aunque me sentía cansada y algo hambrienta seguí, pasé por un patio y luego me dirigí a la planta alta. De todo lo que vi ahí, tengo muy presente la sala del impresionismo, llena de pinturas de paisajes verdes colocadas de manera muy accesible a mi estatura y en forma tal que parecía que se podía mover cada sección como si fuera un carrusel.
Sin darme cuenta casi había llegado la hora de salir, se nos avisó por altavoz que nos quedaba media hora para concluir el recorrido. Me apresuré lo más que pude pero no logré terminar de conocer la planta alta. No sé qué porcentaje del museo conocí, no recuerdo nombres de expositores rimbombantes, sólo recuerdo y revivo las sensaciones percibidas. Eso, para mí, es lo más importante.
Antes de regresar a la residencia me compré una compota y algo para comer. A mi llegada Martha y sus amigos cubanos estaban organizando la mudanza de mi amiga hacia una residencia nueva. Iríamos al día siguiente a limpiar la habitación y verificar que todo estuviera en orden para el bebé.
Me imagino que al otro día por la mañana nos ocupamos de algo prioritario, porque nos trasladamos algo tarde a la nueva residencia. Resultaba ser que, para llegar al nuevo hogar hicimos casi el mismo recorrido que cuando visitamos los jardines del Palacio de Verano; sólo que en esta ocasión caminamos al lado contrario y, para acortar camino nos metimos en un tramo boscoso. ¡Grave error!
Debido a la sensación térmica y a la intensidad de la luz del sol no calculamos que atravesaríamos el bosque justo en el horario de actividad fúrica vespertina de los mosquitos.
¡Dios!, había olvidado lo fuertes y agresivos que eran los mosquitos que me dieron la bienvenida a Leningrado. Todos menos yo, iban vestidos con pantalón y manga larga. Sentí zumbar los enjambres de insectos alrededor de mi cuerpo y comencé a sentir sus dolorosos piquetes.
Entré en pánico y corrí, recuerdo sólo haber alcanzado a preguntar hacia qué dirección debía ir y hacia allá fui. El camino me pareció eterno pero llegué casi completa. En breve me enteré que la ciudad estaba construida sobre lugares pantanosos, y que la nueva residencia había sido parte de los enormes bosques y jardines de la nobleza rusa. ¿Cómo pudieron vivir allí en tales condiciones?, lo ignoro, lo que sé es que la construcción de Leningrado costó miles y miles de vidas, la gente que el zar llevaba a trabajar resistía poco a las malas condiciones sanitarias, el clima extremo y las jornadas laborales.
Luego de correr por mi vida me pregunté si valía la pena hacer padecer y morir a tanta gente para crear toda la belleza contenida en la ciudad. Nunca pude responderme porque, como todo lo que veía en Leningrado era en extremo bello, la sensación de lo sublime pasaba por encima de todo razonamiento.