8 de septiembre de 2015

Nuevos amigos, otras culturas, nuevos aprendizajes

Por Fabiola Martínez 

En Moscú conseguí hacer el cambio de carrera pero los ajustes sucederían hasta terminado el primer semestre de la Podfak; mientras tanto estaba obligada a cumplir los créditos de las asignaturas que comenzamos a estudiar además del ruso: Biología, Física, Matemáticas y Química, horror de horrores.

Para las nuevas clases mi grupo se juntó con otro, donde estaba una chica de la India, como tres chicas de Ghana y una más de Yemen. Índu (de la India), además de ser bella tenía un excelente nivel en Matemáticas, Martha ya había estudiado un año en la UNAM, Landua (de Malí) era una fiera en todas las asignaturas, los camboyanos de mi grupo se defendían bien, Julio de Ecuador tenía un nivel como el de Martha. Allí pues, las menos destacadas éramos los chicos de Etiopía, la chica de Yemen, las de Ghana y yo. 

Es una lástima que ya no recuerde el nombre de mi compañera de Yemen, que siempre fue una excelente compañera, es una lástima que hubiera confiado esos datos al buen funcionamiento de mi memoria... El tiempo pasa y cobra sus facturas. 

No puedo recordar el nombre pero sí recuerdo su mirada maternal, su trato cariñoso, su largo cabello negro que, visto al sol tomaba un enigmático color rojizo, recuerdo que era un poco robusta a pesar de su juventud, eso me llamaba la atención, la hacía un tanto particular, además del hecho de no haberla visto en nuestra residencia. 

Por alguna extraña razón Marha y yo le agradamos y establecimos con ella  una relación cariñosa (en lo sucesivo me referiré a ella como M) Quizá por ello nos contó que no vivía en nuestra residencia porque compartía habitación con su esposo, un estudiante de medicina, también de Yemen. Al hablar de su esposo le rodaron lágrimas de tristeza de sus grandes ojos. 

-¡Extraño mucho a mis hijos!-, comentó. 
-¿Hiiiijoooos?, ¿cómo?, ¿si estás aquí, becada con nosotras?, ¿cómo hiciste para coincidir en la misma  ciudad de tu esposo?

Sin el afán de molestar, aunque seguramente la incomodamos, bombardeamos a M con infinidad de preguntas que no cabían en nuestra comprensión. Para mí y creo que de cierta manera para Martha, si te casabas y tenías hijos era prácticamente imposible seguir estudiando o profesionalizarse. Mi entendimiento de las múltiples opciones para formar una familia y seguir adelante con tu vida eran muy limitadas, como la de muchos jóvenes de mi tiempo.

Con una paciencia infinita M nos dijo que podía platicarnos su historia, pero no en el salón de clases, mejor nos invitaba a comer en la habitación que compartía con su marido.

Llegó el día de ir a comer con M, Martha y yo llegamos puntuales a la residencia de la facultad de medicina. M abrió la puerta indicándonos con un gesto que habláramos en voz baja, pues su esposo dormía, también nos pidió descalzarnos. Esa habitación me dejó perpleja, hasta entonces no había encontrado un cuarto tan bien adaptado para hacer sentir el acogimiento de un hogar.

Todo estaba alfombrado, la cama del esposo tenía una especie de cortina para cuidar la privacidad de su sueño, además de estar colocada como una especie de litera que permitía  poner una cama abajo, la de ella. Si mis compañeros de la ex URSS recuerdan, nuestras camas eran muy estrechas para dormir dos personas en ellas, y muy anchas para formar una cama matrimonial sin perder mucho espacio en la habitación.

En la zona que la pareja habilitó para fungir como comedor, M tenía puesto en el piso un mantel y sobre él numerosos platillos con un aroma exquisito. Lo diferente de esa comida no fue sólo sentarnos a comer en el piso, sino tomar la comida de un plato central y con una tortilla que sabía a pan. Como invitadas, no preguntamos sobre los usos y costumbres de Yemen, simplemente disfrutamos del cariño de M.

-Tengo dos hijos, uno de 6 y otro de 4, están con mi madre porque mi esposo planeó que viniera a estudiar con él. Él ya lleva unos años viviendo aquí e iba a Yemen a visitarme, para venir yo elegí la misma carrera que él, pero hablaré con el Decano para que me permita estudiar sólo enfermería, así le podré ayudar en su consultorio y estaré menos tiempo separada de mis hijos.

-¿A qué edad te casaste?, ¿cuánto tiempo fueron novios?
-Tenía unos catorce años y no fuimos novios, en mi país las parejas se forman de otra manera.
-¿Acaso existe otra manera?
-Las mujeres no podemos hablar con los hombres antes de casarnos. Mi esposo fue a la casa de mis padres a pedirme porque antes, su mamá y él me habían visto y les parecí adecuada para el matrimonio.

Entre más datos conocíamos, más sorpresa expresaban nuestros ojos, por las noticias sabíamos que en países del Medio Oriente los matrimonios se arreglaban, pero como las noticias que escuchábamos en México tenían siempre un talante de rechazo o de sanción ante tales prácticas, yo llegué a pensar que eran noticias fabricadas para saciar el morbo del público. Pero ahí estábamos, sentadas escuchando de viva voz la historia de una mujer yemenita; una historia contada sin tono alguno de repudio, descontento, rechazo o deseo de ser diferente. Simplemente era la historia de vida de una persona del mundo.

-La madre y mi esposo pidieron hablar con mis padres y yo esperaba en otro lugar, arreglada porque era una ocasión muy especial.
-¿Tenías miedo?
-No, todas las mujeres nos casamos así, es algo que esperamos que suceda, algunas mujeres sí se alegran mucho, a otras les da miedo y otras sólo piden que el hombre sea bueno.
-Sigue contando, ¿qué pasó después de que llegó tu esposo y su mamá?
-A mis padres les pareció un hombre adecuado y una buena familia para mí, entonces le preguntaron qué traía para ofrecer, fue cuando él sacó varias prendas de oro.- Dijo esto al mismo tiempo que nos nos enseñó los aretes y pulseras que llevaba puestas.
-¿Sólo los hombres deben llevar regalos?
-La familia de la novia también da regalos, puede ser una casa, cabras, no sé... cosas que puedan ayudarnos a empezar nuestra vida.

Sin detenernos a pensar en los diversos contextos culturales e históricos de cada país, Martha y yo le preguntamos a M si era feliz.

-Soy muy feliz, él es un hombre bueno, me ayuda a aprender ruso, me ayuda con mi tarea, quiere a mis hijos y vamos a poner un consultorio.

La conversación sirvió para relajar nuestra falta de tacto ante una forma diferente de compartir la comida, disfrutamos del rico sazón y M nos compartió sobre las costumbres para cocinar, para el arreglo de las mujeres y yo pude enterarme que el color de su cabello, que tanto me llamaba la atención, era resultado de un afeite que las yemenitas casadas solían usar para halagar a sus parejas.

Nuestras clases con M continuaron hasta el final del semestre, luego ella, las chicas de Ghana y otras africanas formaron el grupo de chicas que cambiaron la opción de estudiar medicina para convertirse en enfermeras, ese fue su plan inicial. Desde entonces, dejé de dar por sentado que el camino escogido por mí y compartido por la mayoría de los latinos, no necesariamente es el mismo que el de las personas de otros continentes. Cada ser humano escoge las rutas por las que conducirá su vida y no por ser diferentes a las nuestras son menos válidas.