Parte 1
Por Fabiola Martínez Díaz
Desde que empecé este blog, he recibido diversos comentarios de quienes también tuvieron la experiencia de vivir y estudiar en la antigua Unión Soviética; en ellos me dejan ver algunas de las fibras que se mueven al recordar sus propias vivencias que, aunque parecidas, en cada individuo se guardan emociones mucho más íntimas y personales de las que se evocan.
No había transcurrido el primer mes de nevadas continuas cuando mi alma (en el sentido que los griegos clásicos daban a esta particularidad del ser humano), comenzó a experimentar aflicciones. Es difícil describir con palabras lo que sentí, así que lo haré en textos breves y diferidos. Creo que la obra de Beethoven conocida como "Sturmsonate", puede ayudarme a narrar mi tormenta interior, así que les incluyo el vínculo para compartirla con ustedes.
Las noches largas y los días cortos debilitaban la coraza que me forjé para no dejar entrar a la nostalgia. La lucha por encontrar aliento para salir a caminar en una tarde oscura me venció, haciendo que optara por quedarme en la residencia. Acostumbrada a largas rutinas de movimiento físico por mis clases de ballet, mi cuerpo se sentía aprisionado y entumecido.
Dormir por las tardes se convirtió en una opción para evadir, pero la exigencia en clase era mayor y requería de mí un esfuerzo igual. Martha vivía su propia versión de alma afligida, pero nunca supe a profundidad las cuestiones de la vida que le apuraban, como las charlas con ella eran sobre su novio en México, asumí que ese era el motivo de su tristeza, pero lo cierto es que no sabemos nada de nadie, ambas estábamos en un estado poco alegre.
Los días cortos, fríos y nevados, eran propicios para que las soviéticas se reunieran a tomar té con varenie y pan negro con mantequilla. En numerosas ocasiones fuimos convidadas a tomar té y pronto adquirí la costumbre de comer pan negro con lascas de mantequilla. Con mis nuevos hábitos gané más kilogramos y eso me hacía sentir mal. Fue así como inicié un ciclo vicioso de comer, engordar, sentirme mal, comer.
Una de las amigas de Lila o Natasha supo de mi nostalgia por volver a bailar, ella formaba parte del grupo de danza típica ucraniana y me invitó a su clase. El día pactado salimos juntas de la residencia, ya estaba oscuro y nevaba. La luz de la calle iluminaba de manera particular la nieve del piso. En la clase de danza me fue muy bien, fui bien acogida por la maestra de danza y por el grupo, estuve feliz y sonriente pero, siendo la reina del auto sabotaje, no me sentí con fuerzas físicas ni emocionales para regresar al grupo. Me preguntaba de dónde mi amiga soviética sacaba fuerzas para salir en la oscuridad y el frío.
Di un par de buenas y coherentes excusas para no asistir a danza típica ucraniana, lo cierto es que me afligía no poder responder a las preguntas que en ese entonces me planteaba la vida: ¿Y si me regreso a mi país?, ¿de dónde sacaré fuerzas para continuar?, aguantaré cinco años sin regresar a mi país?, ¿soportaré este invierno?
La vida en hacinamiento tampoco me venía bien, me sentía asfixiada. Empecé a experimentar la necesidad de comer de madrugada. Casi todas las madrugadas me levantaba a abrir el refrigerador y comía de las delicias que Lila y Natasha traían de sus casas. Cuando tomé conciencia de lo que hacía, agradecí a Dios y a la vida que mis compañeras no me increparan por mi comportamiento, al fin de cuentas, estaba cometiendo un abuso de confianza.
Pero no hay mal que dure cien años, mi sentir y comportamiento llegarían a grados más agudos antes de encontrar el camino de regreso a la vida sana de una joven de 19 años.